COMPAÑEROS DE VIAJE

Reírnos de nuestras sombras

Rafael Argullol
2 min
Riure’ns de les nostres ombres

Sin la ironía apenas sería soportable la vida. Pero no es nada fácil ni en la vida ni, consecuentemente, en el arte habitar la condición irónica. La burla o el sarcasmo o la mordacidad no siempre participan de esta condición. La ironía, además de inteligencia, exige una elevada capacidad de integración en la propia ironía: el reconocimiento de que ésta empieza por uno mismo. Por eso han sido pocos los maestros de la ironía, desde la brutal jovialidad de Aristófanes a las complejas sutilezas de Chejov o Pirandello. Si tuviera que quedarme con uno me quedaría con Jean Baptiste Poquelin, 'Molière', el comediante que, según su propia confesión, aspiraba a corregir las costumbres con la risa.

He reído mucho, y en distintas épocas de mi vida, con Molière, el moralista antimoralista: es decir, el que denuncia los vicios sin arrogarse el cómodo sitial del puritano. Molière no condena a sus personajes al infierno, a no ser que sea el infierno del ridículo que provoca el contraste entre lo que uno es y lo que uno pretende ser. Esto le proporciona una constelación de la necedad en la que es muy difícil elegir la estrella más rutilante. Tal vez 'Tartufo', su obra más prohibida, sea la que más represente la ironía de Molière, porque tartufesca no lo es solo una época sino la entera condición humana. Los tartufos sobreviven a todas las épocas porque son el fruto híbrido de la hipocresía, el miedo y el instinto de supervivencia. Son, por tanto, constantes y recurrentes.

Molière los dibujó con exactitud de cirujano. Luego, con el mismo bisturí, se introdujo en ámbitos sucesivos: la avaricia, la misantropía, la mentira, la codicia, la cobardía. Los personajes de Molière se han mantenido siglos en el escenario porque nos indican sombras persistentes, generación tras generación. Nos reímos de estas sombras, nos reímos de nosotros mismos.

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