La operación

Nadie me pediría un certificado psiquiátrico si lo que quisiera modificar fuera la forma de mi nariz

Paul B. Preciado
4 min

Una mañana como otra cualquiera voy a la clínica de cirugía estética en la que practican operaciones de reasignación de género. También modifican narices, recortan labios mayores y menores de vulvas, extraen o inyectan grasa en los glúteos, alargan y ensanchan penes, abultan pectorales, reducen pistoleras y cinturas. Es un taller de bio-diseño donde el bricolaje somático se practica con aspirador, bisturí, laser e hilo de coser. Y sobre todo con dólares.

Durante la primera consulta la enfermera procede a leerme los requisitos legales: “¿Es usted mayor de edad y padece disforia de género persistente y bien documentada, verdad? ¿Ha traído el certificado psiquiátrico? Le doy un papel oficial que asegura que lo que quiero hacer no es “una mutilación”, sino “una reconstrucción cuyo objetivo es la adecuación entre mi género psicológico y mi anatomía”. Nadie me pediría un certificado psiquiátrico si lo que quisiera modificar fuera la forma o el tamaño de mi nariz. Pero para modificar el género hay que pedirle permiso a papá. La mayor parte de nuestros órganos están gestionados por el neoliberalismo: un cambio de forma o de volumen de la mayoría de los órganos puede comprarse 'sólo' con dinero. Pero aquellos órganos considerados parte del aparato reproductivo (los senos, el útero, el pene, los testículos) siguen bajo el régimen teológico-patriarcal. Hay cosas que el dinero no puede comprar, para el resto está Mastercard. En términos de marcado social del cuerpo, podríamos decir que la nariz, los labios, los glúteos son software. Pero los genitales son considerados hardware. Cambiar de genitales no es visto como una mejora, sino como un borrado del sistema operativo y una reprogramación.

El doctor saca un papel con un dibujo de un cuerpo humano (¿humano? ¿Es eso el cuerpo humano? Eso no es mi cuerpo) y me pide que señale la forma que quiere que tengan mis nuevos órganos. Hago rayas y cruces con un rotulador rojo. Yo no dibujo el cuerpo que deseo: dibujo el cuerpo que la medicina puede ver. No se puede hablar a la ciencia con el lenguaje del activismo. Ni de la poesía. Para hablarle de mi cuerpo real necesitaría que ese médico con rolex pudiera tomarse un par de traguitos de ayahuasca antes de mirarme. Mientras dibujo me doy cuenta de que sobre la mesa hay tres prótesis de pechos, dos de color beige, una transparente. El doctor, que tiene nombre de vodka, descubre mis ojos posados demasiado tiempo sobre las prótesis y replica inmediatamente: “No se preocupe, esto no es para usted”. Pero cuando se oculta detrás de una pared translúcida para que yo me desvista no puedo evitar tocarlas. Una tiene la textura de un monchi, el postre japonés; otra, la más grande, es como un globo turgente lleno de un líquido más denso que el agua, más ligero que el aceite; la tercera prótesis tiene exactamente la consistencia del primer pecho que toqué en mi vida o del recuerdo utópico que de aquel tacto, ni duro ni blando, quedó en mi memoria. El doctor vuelve a entrar: yo estoy desnudo con un seno utópico en la mano. “¿Le gusta?” Pregunta. “No, no,” respondo abrumado. “Era curiosidad”.

Entonces toca mi cuerpo y dice: ¿De qué quiere operarse? Me quedo callado. Me distraigo pensando en su reloj y en la Liana de los Espíritus, en la poesía y las formas que la selva adquiere cuando la mira el jaguar. No le digo: Quiero operarme de la vergüenza. Quiero operarme del bochorno que sentí cuando un profesor de psicología dijo delante de un grupo de alumnos que yo impostaba la voz para hacerme pasar por chico. Quiero operarme de la imposibilidad de desnudarme en los vestidores binarios de las piscinas y los balnearios. Quiero operarme de una noche en un hotel de la Vegas y de las palabras exactas que pronunció la chica que yo amaba. Quiero que me extirpen esas palabras y que en su lugar sólo quede el recuerdo de un beso que nos dimos en un pasillo del hotel Caesar Palace, frente a una reproducción del 'David' de Miguel Ángel. Que solo quede el modo en el que miraba mi brazo como si fuera un pene. Quiero operarme de la furia que crecía en mi pecho cuando tenía 11 años. Quiero operarme del realismo naturalista que dice que así naciste y así morirás. Quiero operarme de la mirada inquisitiva de la norma. Quiero operarme de la insatisfacción de mi padre al saber que su herencia caería en saco roto. De ser ese saco roto querría operarme. Le pediría a ese doctor que cosiera ese saco para que en él pueda poner mi padre su rabia como piedras que vuelven a romper el saco. Y entonces volvería a pedirle a ese doctor que en lugar de operarme me ayudase a tirar ese saco al río Ouse. Quiero operarme de haber sido expulsado de las clases de judo porque una niña (dijeron una niña para referirse a mi cuerpo selvático) no puede competir con el pecho al descubierto. Quiero operarme del binarismo del género. Quisiera operar al régimen binario como si una epistemología fuera un saco roto. Un saco rasgado en dos. De un lado la lujuria, del otro la inconsciencia. Quiero coser ese saco con trozos de otros sacos perdidos y rotos. Un saco en el que llevar sobre la espalda las alas cortadas de los niños trans. Quiero operarme del patriarcado: tensará dos arcos sobre mi pecho y las flechas volarán hacia el pasado, en dirección a mi infancia. El doctor espera un minuto más frente a mi silencio y luego increpa: “Si no lo tiene claro, dígamelo. Esta operación no es un tatuaje".

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