Las calles de Filadelfia

Nicolás Sesma
4 min

Steven Spielberg tuvo pocas dudas cuando supo que Doris Kearns Goodwin estaba preparando un libro sobre los últimos meses de vida de Abraham Lincoln: aquella obra debía ser la base de su película sobre el presidente de la emancipación, por lo que se apresuró a adquirir los derechos de adaptación de lo que, por entonces, era tan solo un proyecto. El célebre director sabía que apostaba sobre seguro, pues Kearns Goodwin es una de las biógrafas presidenciales más aclamadas por crítica y público.

La autenticidad que desprenden los retratos de esta autora procede, en buena medida, de su propio conocimiento interno de la compleja maquinaria de la Casa Blanca, donde trabajó al servicio de Lyndon B. Johnson y asistió de cerca a la redacción de algunos de sus discursos más decisivos en materia de derechos civiles. A este respecto, Kearns Goodwin ha señalado que todo proyecto presidencial se ha cimentado históricamente sobre un buen discurso, y que tan importante como su contenido es que, para hacerlo llegar a la población, su estilo retórico se encuentre perfectamente adaptado a la tecnología de su tiempo. De esta forma, Lincoln apostó por discursos cortos y de sonoridad ascendente, lo que hacía más fácil que fueran impresos en forma de panfletos y leídos públicamente. La consolidación de los grandes periódicos orientó a su vez la comunicación hacia la generación de titulares –un formato muy similar a la era de las redes sociales–, método dominado por Theodore Roosevelt y su «habla suavemente y lleva un gran garrote», mientras que Franklin D. Roosevelt moduló su voz a la medida de la radio, y la fresca oratoria de John F. Kennedy nació para inaugurar la era de la televisión.

En un país, por lo tanto, en el que la elocuencia ocupa un lugar tan destacado, y tras una presidencia como la de Trump, pobre en cuanto a argumentación pero indudablemente magistral a la hora de la movilización comunicativa, había mucha expectación ante los primeros discursos de Joe Biden. Pronunciados sin que el presidente en funciones haya todavía admitido plenamente su derrota, tanto su discurso de aceptación como el de presentación de los primeros miembros de su gabinete dejan varias pistas acerca de la línea que el político demócrata quiere imprimir a su presidencia, tanto en fondo como en forma.

En contraste con el adanismo y la lógica toscamente binaria de Donald Trump, Biden y su equipo han optado por inscribirse dentro de una continuidad histórica, en la que, sin sorpresas, se incluye a los citados Lincoln, Franklin D. Roosevelt, JFK y al propio Barack Obama, además de abordar los grandes desafíos del país con una perspectiva más profunda, aunque no por ello presentada de manera menos esquemática. Y es que, si bien la oratoria de Biden recupera un formato de discurso más clásico, en absoluto ha renunciado a acuñar fórmulas diseñadas para que circulen en Twitter o se conviertan en los habituales mensajes motivacionales de Facebook.

A medio camino entre la política interior y la política exterior, la Unión Europea debería sentirse aludida por varias de estas fórmulas, en las que Biden afirma que «Estados Unidos ha vuelto. Listo para liderar el mundo», y que «seremos líderes no solo por el ejemplo de nuestra fuerza, sino por la fuerza de nuestro ejemplo». Es difícil sintetizar mejor ese equilibrio entre «hard power» y «soft power» que ha caracterizado la doctrina exterior norteamericana desde la Segunda Guerra Mundial.

Biden parece reabrir la puerta a cierta recuperación de la empatía y el trabajo multilateral junto a sus aliados, pero ese «no solo» deja también muy claras al menos dos premisas. En primer lugar, haber sido el candidato preferido por la mayoría de gobiernos europeos convierte a Biden en sospechoso de cara al electorado de Trump, al que indudablemente desea cortejar, y la mejor manera de dejar claro que seguirá priorizando los intereses norteamericanos es señalar que, aunque su presidente hable más suave, el país seguirá teniendo el garrote más grande. En segundo lugar, y en estrecha conexión con lo anterior, la garantía industrial de seguir contando con la fuerza de la disuasión pasa por mantener el proteccionismo sobre determinados sectores estratégicos.

Las autoridades europeas harían bien en tomar nota de todo ello y desarrollar una política industrial y de defensa verdaderamente propias. No se trata de ponerse en plan halcón, sino de articular y coordinar, a nivel continental, toda una serie de cadenas de producción, reconvertibles en función de las necesidades –el ejemplo de las mascarillas puede reproducirse ahora con los sistemas de frío extremo– y que permitan reducir la dependencia europea de un mundo exterior en pleno proceso de reordenación. De lo contrario, volveremos a pasar una noche en vela pendientes de Filadelfia, y no solo porque Tom Hanks nos esté enseñando sus calles, sino con el corazón en un puño por el recuento de sus votos.

El autor dirige el proyecto ‘En busca de las fuentes de la democracia il·liberal’ de la École des Hautes Études Hispaniques te Ibériques (EHEHI).

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