Mil y una formas de morir

Para los refugiados, el virus somos nosotros, personas asustadas de sus congéneres más vulnerables

Mónica García Prieto
3 min
Mil i una maneres de morir

Para buena parte de la Humanidad, la vida transcurre esquivando la muerte. Y no me refiero a la enfermedad, los desastres naturales, las calamidades o accidentes a las que todos estamos expuestos, sino a colectivos temporalmente malditos por una dictadura, una invasión, una determinada localización geográfica que le convierte en objeto de deseo de países vecinos o una guerra, máxima expresión del ejercicio de supervivencia. En un conflicto, se puede morir de hambre, enterrado vivo por bombas y escombros, atravesado por balas o despedazado por munición, de frío y de enfermedad, de pura desesperación, en manos del bando contrario, en la huída en busca de un refugio seguro y por los azares del destino más insospechados. Sobrevivir llega a ser una casualidad, un don o una empecinada excepción, pero el empeño de las personas por lograrlo y, especialmente, por salvar a los suyos les lleva a embarcarse en las odiseas más aciagas para preservar la vida.

Todo vale con tal de retrasar la fatalidad. La bofetada llega cuando, tras desafiar las adversidades más punzantes -traficantes de personas que extorsionan a las víctimas, muchas veces violando a mujeres y niñas a cambio del pasaje hacia un lugar más seguro, travesías incierta por desiertos y mares, el abandono más absoluto- los países en teoría desarrollados, afortunadas excepciones de estabilidad política a los que se les llena la boca hablado de derechos humanos, les cierran las puertas ignorando las convenciones internacionales de las que somos partícipes y empujándoles a nuevas y desconocidas formas de morir.

Los campos de refugiados son lo más parecido al infierno en la tierra. Sus moradores vagan errantes, perdidos en su tragedia, entre focos de infecciones, burocracias interminables y la humillación de depender de la compasión de los demás. En el interior, agresiones sexuales e intentos de suicidio son moneda corriente. Del exterior reciben racismo, incomprensión y odio. Son saturados focos de insalubridad, miedo y frustración donde la ausencia de servicios básicos y la violencia gestada con desesperación exponen a los más vulnerables a una doble dosis de sufrimiento y radicalizan a sus moradores, hartos de ser una mezcla entre animales de feria y arma arrojadiza entre países.

Son lugares inquietantemente similares en los cinco continentes, indiferentemente de la riqueza del país que los acoja, porque a nadie le importa la suerte de los malditos. El campo de Moria, en Lesbos, es desde 2015 un espejo en el que no queremos mirarnos, porque refleja las miserias y contradicciones de una Europa decadente y sin principios que vive de las rentas del siglo XX. En un lustro ha cuadriplicado su número de habitantes porque los boyantes Estados europeos han sido incapaces de asimilar a toda su población, ahora de 13.000 personas. Los 27 países de la UE no hallaron espacio en sus cuatro millones de kilómetros cuadrados para un colectivo que representa el 0.0029% de la población europea. Cuando se extendió la pandemia, en lugar de desactivar esta bomba de relojería, encerró aún más a sus habitantes en el infierno y alejó a las ONG y a la prensa confirmando que la covid-19 es una oportunidad única para arrasar con derechos adquiridos en aras de la seguridad sanitaria. La aparición de los primeros contagios, unos 35, condenaba a todos sus habitantes al infierno de forma indefinida. Los incendios que devoraron las instalaciones fuerzan al menos que varios países acojan a varios miles. La enésima tragedia ha supuesto su salvación temporal.

No creo que a los refugiados les preocupase demasiado enfermar por covid-19. Para ellos, el virus somos nosotros, personas asustadas de sus congéneres más vulnerables, indiferentes ante su dolor y capaces de permitir que se quemen vivos o se ahoguen en nuestras costas antes que vernos reflejados en su suerte. La venganza correrá a cargo de la Historia: nosotros fuimos ellos y volveremos a serlo, porque ningún país es inmune a los conflictos y el odio está en auge en Europa. Si tienen algo más de memoria histórica que nosotros, cuando nos llegue la hora nos recordarán nuestro desprecio.

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