La distopía, consagrada

Drones, càmeres de vigilància i control de dades personals marquen al lluita contra el coronavirus

Mónica García Prieto
4 min
Operaris prenent la temperatura als ocupants d’un cotxe en una sortida d’una autopista a Zhangjiakou, a la província de Hubei, situada al nord de la Xina.

Drones que vigilan a la población, mascarilla de uso obligatorio, puertas de domicilios encadenadas para impedir el tránsito durante la cuarentena, nuevos delitos… El Covid-19 ha potenciado a su máxima expresión la distopía china, un estado policial digital que se sirve de la tecnología para controlar hasta el más mínimo movimiento de sus ciudadanos.

El mismo sistema de vigilancia masiva que permite suprimir cualquier atisbo de disensión interna -las redes sociales autorizadas y vigiladas por el régimen o los miles de millones de cámaras a lo largo y ancho del país, entre otros- facilitan ahora a Pekín imponer medidas draconianas para evitar una expansión de la epidemia que ya amenaza a su crecimiento económico anual, y de esa forma, con una recesión mundial.

Aquellos contagiados que reciben el alta agradecen primero al Partido Comunista, y después a los médicos, su recuperación. En China, el gran hermano es omnipresente y pocos osan exponerse a su ira.

Los aviones no tripulados facilitan mucho esa vigilancia. En Weibo, el equivalente a Twitter en China, pueden verse videos delirantes como el captado en Chengdu, en la provincia de Sichuan. Un grupo juega al mahjong [un juego de mesa muy popular] en un lugar público cuando un dron se aproxima y sale una voz de él. “Jugar al mahjong fuera está prohibido durante la epidemia. Habéis sido descubiertos. Dejar de jugar y marchaos lo antes posible”. Cuando un niño se queda mirando el aparato, la voz del oficial que lo controla se eleva. “No mires al dron, niño. Dile a tu padre que se vaya inmediatamente”. En otro video de Shuyang, en la provincia de Jiangsu, una oficial de policía usa un dron para vigilar si los viandantes llevan máscara. “Ese chico guapo al teléfono, ¿dónde está tu máscara? Por favor, póntela”, dice mediante el altavoz.

El uso de la máscara -obligatorio en dos provincias, aunque la medida ya se aplica en lugares públicos de otras ciudades, como Shanghai- ha llevado a no pocos incidentes con aquellas personas que deciden no usarla, y que han llegado a ser agredidas por otros ciudadanos o reducidas por la policía. Al mismo tiempo, la máscara impide el reconocimiento facial, por lo cual el uso en lugares públicos de los móviles que funcionan con esta tecnología es, para muchos, una pesadilla. Pero en China, cuando el Partido decide algo, no hay opción a opinar lo contrario: para obtener un mandato legal que respalde su control sanitario, la Fiscalía ha tipificado diez delitos, incluidos la resistencia a las medidas de control de la epidemia, atacar al personal sanitario, elaborar medicamentos falsos o aprovecharse de la crisis para sacar réditos económicos. También se ha endurecido la ley que persigue el tráfico de animales salvajes.

En un país con 1.400 millones de habitantes, el control parece imposible pese a los comités vecinales autorizados a tomar la temperatura de los residentes casa por casa. Un buen ejemplo es lo ocurrido en Jiapai, un pueblo de la provincia de Fujian. El 22 de enero, cuando la epidemia estaba en plena eclosión, fue autorizado un banquete masivo. Acudió la mitad de sus 6.000 habitantes, entre ellos una familia que acababa de regresar de Wuhan saltándose la prohibición y mintiendo a las autoridades, que revisan cuidadosamente el historial de viajes de sus ciudadanos rastreando los datos de sus teléfonos. Siete personas se infectaron, 4.000 tuvieron que ser puestas bajo cuarentena y cinco cargos públicos fueron destituidos por negligencia.

Y las repercusiones pueden ser mayores: dada la ausencia del concepto de privacidad, los datos personales y el historial de viajes de los residentes de Wuhan han sido filtrados en las redes, y algunos de ellos han recibido mensajes con amenazas o insultos.

Corren tiempos de guerra vírica -una “guerra del pueblo”, como lo ha calificado el presidente Xi Jinping- y, en la distopía china, la cuarentena suena a arresto domiciliario. En Wenzhou, Hangzhou, Ningbo y Taizhou, en la provincia de Zhejiang, se garantiza que las familias mantengan el aislamiento, como en Wuhan, mediante cadenas con candados en las puertas de los domicilios, pese al riesgo de que un incendio devore a todos. Sólo una persona por hogar puede salir a avituallarse cada dos días, pero para ello debe tener un documento sellado emitido por las autoridades a tal efecto que es controlado por un oficial en la salida de cada edificio residencial. Bodas y funerales han sido prohibidos.

El endurecimiento de las medidas va de la mano del cambio de la narrativa. Si antes la propaganda incidía en un país que lucha unido contra el virus, ahora se imponen las historias de las manzanas podridas, personas irresponsables cuyas acciones agravan la crisis sanitaria en detrimento de la gestión del Ejecutivo, como en el caso del fallecido doctor Li: Pekín ha enviado una comisión anticorrupción para depurar responsabilidades. El objetivo es aglomerar a la población en torno al enemigo común -ya sea el virus o los oficiales imprudentes- y disipar así el malestar interno hacia un régimen que no supo ni pudo evitar la epidemia, víctima de sus usos totalitarios.

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