Premios Nobel de la guerra

Mónica García Prieto
3 min

Cuando Donald Trump llegó al cargo, su obsesión inicial fue obtener el premio Nobel de la paz. Ese fue el motor de sus negociaciones con Corea del Norte, que terminaron en nada pero se tradujeron en un impresionante álbum fotográfico entre el millonario y el dictador. No habría sido nada extraño que el comité noruego hubiera sopesado las virtudes de Trump para el reconocimiento internacional: la pompa que rodea a los galardones hace tiempo que no corresponde a su imagen real. Como ocurre con el resto de instituciones, los escándalos y el descrédito arrasaron su credibilidad, aunque mantenga su caché gracias al statu quo.

El Nobel de la paz, el más preciado y manoseado de los galardones, ha sido concedido a personajes tan variopintos como Henry Kissinger por su negociación, en 1973, de un alto el fuego en plena guerra de Vietnam. Al tiempo que negociaba, bombardeaba Camboya en secreto en un escándalo tan flagrante que incluso su contraparte vietnamita, el general Le Duc Tho, también reconocido con el Nobel, se negó a aceptar el galardón.

También fueron reconocidos ‘pacifistas’ de la talla de Shimon Peres -promotor del programa nuclear israelí y máximo responsable, como primer ministro de la época, de la matanza de Qana (Líbano, 1996), cuando 106 refugiados escondidos en un recinto de Naciones Unidas fueron bombardeados por el Ejército israelí- o Yasir Arafat, líder de la Organización para la Liberación de Palestina y máximo responsable de sus correspondientes acciones armadas. Cuando el galardón recayó sobre el presidente colombiano Juan Manuel Santos por rubricar los acuerdos de paz con los rebeldes de las FARC que tendrían que haber puesto fin a 50 años de conflicto, la ironía quedó de manifiesto: cinco días antes de la entrega, el pueblo colombiano rechazaba los acuerdos mediante referéndum, poniendo en entredicho la eficacia de los mismos.

La birmana Aung San Suu Kyi, premiada en 1991 por su “lucha no violenta por la democracia y los Derechos Humanos”, dejó de luchar pacíficamente cuando unas elecciones le permitieron acariciar el poder. Optó por compartir el pastel con la Junta Militar contra la que combatía y terminó amparando y defendiendo la limpieza étnica de la comunidad rohingya, expulsada manu militari del país hacia la vecina Bangladesh en medio de terribles episodios de violencia, violaciones masivas y ejecuciones de niños. Su pragmatismo ha sido recompensado por una población budista y extremadamente anti-musulmana que ha premiado a la denostada Premio Nobel con un 80% del apoyo popular en los comicios generales celebrados este noviembre. Eso, a pesar de que (o precisamente porque) su papel cuestionando la limpieza étnica fue tan vocal que otros galardonados, entre ellos el arzobispo de Suráfrica Desmond Tutu, el Dalai Lama, la yemení Tawakkol Karman, la iraní Shirin Ebadi o la norirlandesa Mairead Maguire expresaron críticas contra Suu Kyi y la instaron a defender los Derechos Humanos de la comunidad musulmana rohingya, con escaso éxito.

Pero la lista sigue. A Barack Obama le dieron un Nobel de la paz en 2009 por “sus extraordinarios esfuerzos para fortalecer la diplomacia internacional y la cooperación entre los pueblos” cuando solo llevaba un año en el cargo y aún era comandante en jefe de dos guerras. A la Unión Europea en 2012, “por su contribución durante seis décadas al avance de la paz y la reconciliación, la democracia, y los derechos humanos en Europa”, cuando los derechos de los refugiados quedaban varados en nuestras costas. Y al primer ministro etíope más joven del país, Abiy Ahmed Ali, se lo concedieron hace un año “por sus esfuerzos por lograr la paz y la cooperación internacional, y en particular por su iniciativa decisiva para resolver el conflicto fronterizo con la vecina Eritrea”.

No sorprende que Abiy Ahmed Ali haya pasado de héroe a villano en menos de un año. El ganador del Nobel 2019 ha rechazado las peticiones internacionales de diálogo en el conflicto que libra contra la comunidad Tigray, que ya se ha traducido en bombardeos y duros combates entre los rebeldes y las tropas gubernamentales y que amenaza, según algunos analistas, con la limpieza étnica de la comunidad y con 200.000 refugiados. Desde el año en que asumió su cargo, la asesora especial de la ONU para la prevención del genocidio denunció un “nivel alarmante” de violencia étnica y de estigmatización contra grupos como los tigray, los amhara, los somalíes y los oromo. Muy apropiado para un Nobel de la paz.

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