Generación Covid-19

La pandemia nos está humanizando y revaloriza la vida y los valores básicos

Mónica García Prieto
3 min
Un militar realitza tasques de desinfecció a l'aeroport del Prat, a Barcelona

PeriodistaEn una ocasión, un estudiante preguntó a la antropóloga norteamericana Margaret Mead cuál fue el primer signo de civilización. Mead respondió: “Un fémur curado”. En el reino animal, explicó, una pierna rota suponía la muerte, ya que implicaba no poder huir de los depredadores y dificultaba el acceso al agua o a los alimentos. Un hueso roto te convertía en presa, y un fémur curado suponía que alguien sano había cuidado y protegido al vulnerable hasta su total recuperación. Ese altruismo es lo que nos convierte en seres civilizados.

En las décadas de bonanza y arrogancia eurocentrista perdimos cierto civismo, esa brújula moral que nos lleva a proteger a los más débiles, pero el Covid-19 nos ha devuelto el rumbo a golpe de muertes. La bofetada de realidad ha sido tal que la vida antes del coronavirus se antoja una ficción en la que transitábamos de paso, atrapados en pequeñeces como la intolerancia, el egoísmo, la arrogancia o la incesante búsqueda de dinero para alimentar un consumismo que supliera inquietudes vitales.

Parecía que nada podía dinamitar nuestra zona de comfort ni nuestra ficción de invulnerabilidad, despojándonos de un sistema de vida que dábamos por sentado, como si las generaciones anteriores no hubieran dado sus vidas para garantizar los derechos que ahora protegen nuestra soberbia.

Vivíamos engañados

Pero vivíamos engañados. La realidad en tiempos de contagio -el confinamiento, el cambio de prioridades y de valores, el estado de guerra al que nos reclutan para que entendamos que la responsabilidad individual es indispensable para vencer al enemigo y la retórica belicista, tan eficaz a la hora de aglutinar a las masas- se ha convertido en algo tan monolítico y sólido que parece impensable haber sido nunca antes ajenos al peligro.

La generación Covid-19 -todos nosotros y nuestros descendientes- hemos descubierto que no somos inmortales. Pensábamos que nuestro sistema era inmune a a pandemias propias de África, al estado de alarma o al toque de queda. Que eso eran males de otros, propios de no blancos y no occidentales. Y aquí estamos, constatando que el estado del bienestar no nos hace inmunes a los males globales y que las enfermedades no conocen de ideología, fronteras ni clases sociales, sino que nos hermana a todos en nuestra vulnerabilidad más extrema. Un simple virus, una amenaza invisible, ha hecho tambalearse el sistema.

La extensión de la plaga ha dado rápidos resultados. La protección de la vida y la preservación y mejora de un sistema de sanidad público diezmado por la ambición de algunos políticos deslumbrados por el dinero fácil y su ausencia de visión de Estado son las nuevas prioridades. Añoramos todo lo que la pandemia nos ha arrebatado, pero nos sacrificamos por el bien común en un gesto de madurez poco habitual en sociedades tan individualistas como las occidentales, donde el colectivo es desdeñado y la autoridad cuestionada por individuos que dan por sentada su superioridad intelectual. Y esa revolución invisible, esa toma de conciencia colectiva, es la podría mejorar el ADN social.

La pandemia está recuperando el valor del contacto físico, al haberse convertido casi en un elemento proscrito: siempre añoramos lo que no tenemos. La amistad -ese valor tan desvirtuado por las redes, donde las conversaciones son suplidas por fotos y likes- resurge en forma de llamadas, mensajes y preocupación sincera por los demás, porque nos vemos reflejados en cada uno de nuestros conocidos, ahora que compartimos incertidumbre y confinamiento. El valor de lo material se diluye, ahora que todos los caprichos resultan accesorios e inservibles. El confinamiento nos obliga a convivir, a redescubrirnos, a aceptarnos. Nuestra resolución se ha convertido en titubeo, nuestra soberbia en humildad, a medida que tomamos consciencia de todo lo que nos rodea, lo que dábamos por hecho, está en riesgo.

Nada puede amortiguar el miedo más que la compañía, la comprensión y la información. La plaga ha revalorizado la vida y los valores más básicos, redescubriéndonos como seres sociales con una responsabilidad para todo el colectivo. En nuestras manos está perpetuar la civilización, cuidar de los fémures rotos. Ojalá no lo perdamos.

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