PANDÈMIA

Vivir enchufado a una máquina de oxígeno

El ARA entra en la zona reservada para pacientes covid del Hospital de Sant Pau de Barcelona

Mònica Bernabé
6 min
El doctor Pere Domingo visita el pacient Miguel Conbarros a la seva habitació, a l'unitat Covid de Sant Pau

BarcelonaTiene 87 años y se llama Josep Pons Arnau. Es una de esas personas de edad avanzada que en principio no nos sorprende que formen parte de las estadísticas de enfermos de coronavirus. Su caso quizás ni siquiera nos inmuta a primera vista. La cosa cambia cuando lo ves tumbado en la cama del hospital: frágil, indefenso y con una máscara de oxígeno en la boca, batallando por hacer una cosa tan aparentemente fácil como es respirar. “Tengo una hija con discapacidad mental y un nieto autista”, dice el hombre como puede, con grandes pausas entre palabra y palabra, porque se ahoga al hablar. “Me preocupa mi mujer. Si me muero, ¿qué será de ella?”

L'auxiliar Montserrat Carrillo parla amb Josep Pons Arnau que respira ajudat per una màscara d'oxígen

El exterior del Hospital de Sant Pau de Barcelona es un bullicio de gente: pacientes que entran y salen, taxis que hacen cola en la puerta y peatones que pasan tranquilamente por delante. Nadie diría que estamos a las puertas de una tercera oleada como apuntan todos los indicadores de la pandemia. Afuera, la vida continúa. Pero dentro, en el hospital, se continúa lidiando con la muerte: desde marzo, el Sant Pau tiene lo que se denomina “una planta covid”, es decir, una zona reservada a enfermos de coronavirus que se ha convertido en una especie de bunker inexpugnable. Conseguir traspasar las puertas ha requerido casi un mes de permisos y negociaciones. El acceso está totalmente prohibido, excepto, claro, para el personal sanitario.

“Ahora tenemos 17 pacientes, pero en la primera oleada tuvimos 350 y en la segunda 100, y no sabemos cómo estaremos la semana que viene”, resume en pocas palabras el doctor Pere Domingo, que es el jefe de esta planta y uno de los defensores de facilitar el acceso a la prensa. Puesto que la gente no se conciencia a golpe de estadística, quizás ayudará poner cara a la pandemia, que ahora más que nunca es como una lotería: puede tocar a cualquiera. “Esta noche han ingresado siete personas”, dice el médico. En las anteriores, apenas dos o tres eran hospitalizadas. Las cifras aumentan a marchas forzadas, y eso que todavía faltan cinco días para el inicio de las fiestas navideñas.

Jose Manuel Carmona a la seva habitació

Mayoría de mujeres

La planta covid es una planta convencional del hospital, que a primera vista no parece que tenga nada especial, excepto que hay un silencio sepulcral -aquí el bullicio de la calle se apaga de golpe- y un cartel que dice “visitas restringidas” a la puerta de todas las habitaciones. El personal médico va enfundado en batas de protección y lleva los preceptivos guantes de látex y mascarilla.

Solo entrar te encuentras a cinco doctoras sentadas la una junto a la otra en una larga mesa con ordenadores. Parecen concentradas, ni siquiera levantan la vista de la pantalla cuando se abre la puerta. “Están haciendo los informes clínicos después de haber visitado a los pacientes, y después también se encargarán de llamar a las familias”, explica el doctor Domingo. Porque las familias no pueden visitar a los enfermos, como máximo solo les pueden traer objetos personales como libros, ropa interior o productos de higiene, que el personal sanitario se encargará de entregarles. Sorprende porque todas las médicos son mujeres, y muy jóvenes, como la mayoría de las enfermeras y auxiliares. En la planta covid apenas hay algún trabajador hombre.

Leticia Posligua amb les ulleres nasals que l'ajuden a respirar

“Los pacientes llevan gafas nasales o máscaras de oxígeno”, explica Paula, una de las enfermeras, que también está sentada ante un ordenador. Tiene solo 23 años, así que, prácticamente, acabó la carrera y ya tuvo que ponerse a batallar con el coronavirus. “Es lo que se ve en las películas”, añade para intentar explicar qué es eso de las gafas nasales, mientras busca una foto en internet para mostrarme unas.

Las gafas nasales no tienen forma de gafas como su nombre indica, sino de tubos, que se introducen en la nariz del paciente para administrarle oxígeno. Los que llevan máscara es porque todavía tienen más problemas para respirar, explica la enfermera. Además, hay máscaras de diferente tamaño y capacidad. “Tenemos que estar muy pendientes porque hay pacientes que de un momento a otro tienen una insuficiencia respiratoria”, comenta otra enfermera, Irene Valls. Es decir, de repente se quedan sin aire y necesitan un artefacto que les suministre todavía más oxígeno. Porque esta es una de las características de esta enfermedad: la imprevisibilidad.

Un grup d'infermeres al control d'infermeria de la planta Covid de l'Hospital de Sant Pau de Barcelona

Hablando a trompicones

Josep Pons Arnau es uno de los enfermos que llevan máscara de oxígeno y que han ingresado hace escasas horas, la noche anterior. “Es mayor y está confundido, no sé si te dirá algo con sentido”, dice una auxiliar antes de que entre en la habitación. El hombre está en la cama con un diario extendido encima del abdomen y no, no está confundido, sabe perfectamente qué dice, lo que pasa es que apenas tiene aire para hablar. Su respiración suena pesada, y se confunde con el zumbido de la máquina que le suministra oxígeno.

“Estoy intentando leer pero no puedo porque no me puedo poner las gafas”, dice el hombre espaciando las palabras y señalando la máscara. El aparato le cubre toda la boca y la nariz y se eleva hasta las cejas. Insiste en que le preocupa su mujer, que está sola en casa porque su hija tiene una discapacidad mental y vive en un piso protegido, y su nieto es autista y una fundación se hace cargo de él. Escuchándolo, no puedes evitar que se te haga un nudo en la garganta, por lo que explica pero también por el esfuerzo que le supone pronunciar cada palabra: a veces se queda en silencio de repente con la boca entreabierta, como si se ahogara, hasta que recupera el aire y retoma la frase que había dejado inacabada. No sabe cómo se contagió, dice: “Solo he salido de casa dos veces. El 4 de noviembre para ponerme la vacuna de la gripe y dos meses antes para ir al podólogo".

Personal sanitari trasllada una pacient als passadissos de la planta Covid de Sant Pau

Leticia Posligua, en cambio, sí sabe muy bien cómo se contagió. Tiene 58 años, está en otra habitación sentada en una butaca al lado de la ventana, lleva unas gafas nasales y tiene cara de estar de vuelta de todo. Su marido se infectó y le contagió el virus. Hace veinte días que está en el hospital, ha pasado por la UCI y dice que se quedó que no podía ni andar. Habla con voz ronca. “Estoy afónica por los tubos que me pusieron. Tengo la faringe irritada”. No sabe muy bien qué decir, más allá que esto del coronavirus “no es ninguna broma”. “Te ahogas al hablar, no te puedes quitar la máscara de oxígeno en ningún momento, ni cuando comes, te duele todo el cuerpo y, cuando te intuban, no sabes si sobrevivirás o no”.

El doctor Domingo aclara que no hay un tratamiento específico contra el coronavirus, por mucho que se hable de fármacos milagrosos. “Administramos oxígeno, antitérmicos o antibióticos. O todo a la vez. E intentamos reponer los líquidos porque los enfermos pierden mucho por la fiebre”, declara. Después ya depende de la reacción de cada cuerpo y de los anticuerpos que genere para combatir el virus. Cada paciente es un mundo.

Las horas se hacen eternas

José Manuel Carmona ha tenido suerte. Tiene 59 años, también lleva gafas nasales pero asegura que ha mejorado mucho en los últimos días. Le llegaron a poner una máscara de oxígeno a la que denominan la mona, explica. “Me imagino que la llaman así por cómo es de grande”. Está en otra habitación, solo, sentado en una butaca, también mirando a través de la ventana. Dice que se pasa el día “de la cama a la butaca y de la butaca a la cama”, y que le gustaría andar y hacer un poco de ejercicio, pero que si lo intenta se queda sin aire. Es un círculo vicioso.

Una infermera atenents els pacients malalts de Covid

“Esto es lo que yo también digo: «Qué carajo hago aquí»”, dice Miguel Conbarros, de 75 años, que habla por teléfono en otra habitación. Quizás con un familiar o con un amigo. También está solo, tumbado en la cama y a veces tiene que interrumpir la conversación porque la tos le impide acabar las palabras. Afirma que las horas se le hacen eternas, y que ya no mira la televisión porque no quiere escuchar más noticias sobre el coronavirus. Como todos los que están en la planta covid, ya está harto de coronavirus y de que respirar se haya convertido en una odisea. Por si acaso, cogemos aire por Navidad. El personal sanitario ya da por hecho que habrá una tercera oleada.

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