Los planes caducan

Los planes urbanísticos de detalle deben servir para sacudir la realidad, no para congelarla

Maria Sisternas
4 min
Vistes de Barcelona durant el confinament per la pandèmia del covid-19

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ás o menos un mes antes de la declaración del estado de alarma, mis compañeros de trabajo, algunos con un tono muy grave, me convencieron de que lo del virus sería devastador. Lo dijeron con muy pocas palabras, pero con la cara pagaban. Y los hechos les han dado la razón. Ahora, curiosamente, los que más añoro es la experiencia de mis abuelos durante los años treinta. A mi abuela le preguntaría tantas cosas sobre su huída en un barco hacia Génova. Y a mi abuelo, le pediría que me volviera a explicar cómo sobrevivió en el Maresme comiendo sardinas que los pescadores le regalaban a cambio de zurcir sus redes. Al abuelo Lluís le rogaría todo tipo de detalles sobre la Batalla del Ebro, donde lo hirieron con dieciséis años. Y a la otra abuela le pediría como sobrevivió a la poliomielitis y cómo disimuló tantos años la cojera que le hacía llevar una suela de zapato más alta que la otra. Pero ya no están, y en todo caso tampoco les gustaba hablar sobre ello.

Sé como me sentí cuando cerraron las escuelas. Comprendí la medida, y de hecho la agradecí, porque era imposible leer lo que pasaba en Italia y no asustarme (pasé una neumonía grave en otoño y no se lo recomiendo a nadie). Pero se me vino el mundo encima porque tenía tanto trabajo ... Tantos trámites pendientes, tantos proyectos a punto de cerrarse, algunas reuniones importantísimas para firmar contratos ... ¿Como me lo haría con mis hijas confinadas en casa las 24 horas del día? Sigo preocupada, y sobre todo concentrada en sobrevivir y cuidar de las personas queridas, porque mis planes han caducado pero lo único que es irreversible es la muerte.

Hacía tiempo que quería escribir para poner una idea controvertida sobre la mesa. Pero creo que, en el contexto actual, todavía se entenderá mejor. El factor tiempo es esencial en la ciudad; hay que tener perspectiva. Asumir que lo que construimos tiene un legado temporal. Y no sólo lo que construimos. Lo que dibujamos como manchas de color en un plan urbanístico condiciona el futuro de todas las personas que viven en el entorno. Hacer urbanismo es generar expectativas, pero también capar las de otros. Y desgraciadamente los expedientes urbanísticos son muy técnicos, y sólo los entienden algunos expertos. Yo escribo porque creo que mi conocimiento puede ayudar a traducir estas manchas de colores que se asocian a parámetros complejos en un lenguaje comprensible para las personas a las que afectarán los planes. Creo que es justo que dispongan de la información, ya que a menudo las administraciones no lo acaban de compartir, o lo ponen muy difícil para que unas pocas personas lo entiendan. Cuando puedo, me entretengo a bajar las memorias o los planos de los expedientes de los portales de internet e intento compartirlo de manera sintética, porque pienso que las conversaciones entre autoridades y ciudadanos deben regirse por el principio del servicio, no de la sumisión. Y que los sombreros se deben cambiar y es saludable; que los que un día proyectan, al cabo de unos años deben redactar planes, y que los que tramitan licencias, deberían hacerlo como si al cabo de unos años las fueran a pedir ellos.

Pero es que, además, los tiempos cambian. Y lo que parecía que sería un plan que se desarrollaría en pocos años, acaba perdurando décadas. Y el mundo cambia, cada vez más rápidamente. Las crisis son cíclicas: ahora es un virus letal para los pulmones, y hace unos años fueron las mentiras sobre las hipotecas. Si las personas tenemos que aprender a vivir en estas sociedades líquidas y nos tenemos que hacer fuertes en situaciones cambiantes, ¿por qué las ciudades, que son la expresión de nuestra organización colectiva, insisten en transformarse en base a planes inamovibles? Pensad en la transformación de la Plaça de les Glòries, que en los años ochenta ya era un parque y lo volverá a ser después del derribo de una rotonda elevada que nunca se debería haber construido. O en la Nau Bostik, una fábrica abandonada en la Sagrera donde la iniciativa colectiva y sin afán de lucro se ha convertido en una realidad cultural que se ha avanzado diez años al plan urbanístico que lo había condenada a desaparecer.

Lo que planteo es sencillo: que los planes urbanísticos caduquen cada cinco años. Como ocurre en Suecia o, de facto, con el estratégico London Plan. Si al cabo de cinco años el plan no se ha desarrollado, es una oportunidad para repensarlo. Con el tiempo, vamos cambiando prioridades. Los planes no deben servir para condenar ámbitos. Deben proponer, incentivar, hacer pensar en base a ideas dibujadas ... Pero si no funcionan, no pueden convertirse en barreras a la transformación. Cuando otras alternativas imponen, como en el magnífico caso de la Nau Bostik, el plan debe retirarse silenciosamente y rápida. Los planes urbanísticos de detalle deben servir para sacudir la realidad, no para congelarla. Y por eso, deberían caducar cada cinco años, que es el plazo máximo en que las ciudades pueden planificar; después otras realidades se imponen.

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