La defensa de la Manada

Los depredadores, sabiendo que los hechos estaban grabados, se sentían seguros, comprendidos

Laia Serra
4 min

Abogada penalistaUn juicio con foco mediático; parte de los hechos grabados; informes forenses que evidenciaban ciertas lesiones genitales y un potente estrés postraumático en la chica; 'whatsapps' en el chat de la Manada del estilo "follándonos a una los cinco", "puta pasada de viaje" y "hay vídeo"; testimonios de ciudadanos que corroboraban las intenciones sexuales previas y premeditadas de los agresores y de agentes policiales que evidenciaban el estado en que se encontraba la joven agredida justo después de los hechos. Ante estas pruebas abrumadoras, los dos letrados de la defensa pensaron que en lugar de pactar la admisión de los hechos a cambio de una rebaja de la pena la mejor estrategia de defensa pasaba por luchar por la absolución en el juicio.

Los abogados de la defensa reivindicaban la existencia de consentimiento sexual, y calificaban los hechos de simple juerga sexual colectiva. No se trataba de una estrategia ingenua ni suicida, al contrario, los defensores sabían muy bien que tenía opciones de ganar, y no estaban del todo equivocados.

Los depredadores de la Manada, también autodenominados "los Disfrutones", alegaron con firme convencimiento que todo había sido una emocionante orgía colectiva consentida, y agitaron la perla de los estereotipos de género, el mito de la denuncia falsa. La denuncia de la chica obedecería a una venganza debido a que ellos no habrían querido seguir la juerga y se habrían ido sin despedirse de ella, una actuación que admitían desconsiderada y poco caballerosa. En otras palabras, la dejaron tirada de madrugada en una portería desconocida, desnuda, sin móvil y llena de semen. Otra versión de la misma idea exculpatoria era afirmar que la chica los había denunciado para evitar la divulgación indeseada de los comprometedores vídeos sexuales.

A la anterior tesis se añadían dos alegaciones habituales más: la de la falta de lesiones genitales significativas en la chica y la de la duda sobre su credibilidad. Las defensas habían aportado un informe pericial psiquiátrico de parte, que procuraba demostrar el desequilibrio emocional de la chica. Los abogados de la defensa emplearon estos argumentos siendo perfectamente conscientes de que la medicina legal ha concluido que la ausencia de lesiones genitales nunca se puede interpretar como indicador de consentimiento sexual, y de que las psicólogas forenses habían excluido que la chica hubiera podido distorsionar los hechos por causa de alguna afectación mental.

Tal era el convencimiento en las posibilidades de afirmar el consentimiento sexual que los abogados de la defensa reivindicaron los vídeos como prueba de descargo. De hecho, uno de los depredadores de la Manada, al ser abordado por la policía local, les espetó que "todo había sido consentido, y si no que demostraran lo contrario". Los depredadores, sabiendo que los hechos estaban grabados, se sentían seguros, se sentían comprendidos. Sabían que era posible que quien imparte justicia llegara a mirar aquellas imágenes con ojos cómplices y condescendientes con aquel exceso corporativo y llegara a ver una situación consentida. Los jóvenes, mientras agredían simultáneamente a la chica, rebajándola a mero objeto, grababan e iban posando satisfechos ante la cámara. Aquella era una experiencia más excitante en términos sociales que en términos sexuales. Todos querían su instante de gloria, emocionados pensando en el momento en que compartirían los vídeos del mejor momento de las vacaciones con el resto de la tribu. Uno de ellos llevaba tatuado "El poder del lobo reside en la manada".

No podemos leer los hechos de la Manada solo como un conjunto de actos sexuales premeditados, agresivos e impuestos. Aquellos hechos consistían en un acto de mensaje a todas las mujeres, un ejercicio de poder, una estigmatización de la presa, un acto de exaltación identitaria. Se trataba de un acto de autoafirmación grupal de lo que entendían como masculinidad genuina, aquella que encuentra razón de ser en la subyugación, la degradación y la violencia física y simbólica. Aquella que hay que reivindicar en clave patriota para confrontar la pérdida de la hegemonía privilegiada que reivindican los feminismos.

La emérita antropóloga Rita Segato, que ha analizado en profundidad las agresiones sexuales, concluye que la violación es un acto moralizador, de castigo a quien osa desafiar las leyes patriarcales. El violador es un sujeto que ha claudicado ante el mandato de la masculinidad, que le exige un gesto extremo para reconocerse y demostrar a sus semejantes que es un hombre verdadero. El violador no es un ser anómalo, en él irrumpen muchos valores que están presentes en nuestra sociedad. Como dice Miguel Lorente, el machismo no es una conducta, es una cultura.

En mayor o menor grado, las estrategias de defensa a las que nos enfrentamos diariamente ante los tribunales en asuntos de violencias sexuales siempre agitan y construyen puentes hacia los estereotipos de género. Tenemos que remar contra las visiones sesgadas sobre la existencia de provocación por parte de la mujer, el perfil "real" de violador y el de víctima, la mecánica de las violencias sexuales, las reacciones esperables y "creíbles" por parte de las agredidas , la existencia de móviles espurios en la denuncia, así como la desconcertante e incómoda "normalidad" de los agresores.

El caso de la Manada es representativo de cómo la defensa de los agresores sexuales pasa por conectar con esta cultura de la violación, en la que se banaliza la gravedad de las violencias; en la que una parte significativa de la población entiende que si no hay una resistencia heroica no es agresión; en la que se parte del derecho de acceso al cuerpo de la mujer y entonces se exige la verbalización de un 'no' en contextos impossibilitants; en la que el Eurobarómetro de 2016 revela que una parte significativa de la población europea justifica las relaciones sexuales inconsentidas en determinados casos, y en la que el estudio norteamericano 'Denying rape but endorsing forceful intercourse: exploring differences among responders' muestra que un 31,7% de los jóvenes universitarios encuestados cometerían una agresión sexual si tuvieran la seguridad de que los hechos quedarían impunes.

Los abogados de la defensa de los depredadores de la Manada interpelaron al tribunal en esta vertiente, alegando que los jóvenes podían ser primarios e imbéciles pero también eran unos buenos hijos. Una forma muy efectiva de neutralizar su perfil delincuencial serial, y de alertar de la injusticia que supondría castigar a los que podrían ser sus hijos. De hecho los hijos de cualquiera, los hijos del patriarcado.

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