Derechos en tiempo de excepción

Como dice Naomi Klein, esta crisis también contiene su ventana de oportunidad para las izquierdas

Laia Serra
6 min
La autopista AP-7 a la altura de Bellaterra, en Barcelona.

El estado de desorientación, parálisis, temor, impotencia y dolor generalizados de estos días encaja a la perfección en la llamada doctrina del shock. En momentos de emergencia, el cuidado de la vida es prioritario, y cuesta dejar espacio para la reflexión crítica. Sin embargo, a pesar de las dificultades debemos tener presente que la articulación colectiva y la estructuración de alternativas políticas que seamos capaces de tejer durante estos días de introspección distópica predeterminarán los tiempos que vienen. El análisis desde los derechos humanos puede aportar algunas reflexiones útiles para el debate general.

Una primera cuestión a considerar es la fiscalización de los poderes públicos. La conmoción derivada de la aprobación del decreto de alarma ha hecho que sólo algunos constitucionalistas hayan polemizado sobre si, atendiendo a las restricciones de derechos que éste contiene, en realidad se trata de un estado de excepción encubierto. La concentración de poderes que supone, junto con el hecho de que no sea recurrible ante los tribunales, sólo permite el control político. Su aplicación práctica queda radiografiada en más de 250.000 propuestas de sanción vía ley mordaza y más de 2.136 detenciones. El gobierno está limitándose a ofrecer explicaciones logísticas sobre la crisis, pero no está rindiendo cuentas sobre el impacto de las restricciones en los derechos fundamentales, ni sobre las cautelas adoptadas para evitar que se haga un uso abusivo de estas restricciones. Bruno Latour describe esta crisis como un ensayo general de las que están por venir, como la climática. Dado el riesgo de normalización de la gobernanza de emergencia, como sociedad tendremos que ir pensando en nuevos métodos de control democrático para situaciones de crisis y post-crisis.

La segunda reflexión hay que dedicarla a la dimensión social de la situación que atravesamos. El virus no hace distinciones, pero la desigualdad social ya existente hará que tenga efectos discriminadores. Paul B. Preciado vaticinó que cada sociedad se definirá por la manera de afrontar esta crisis. La escasez nos forzará a adoptar decisiones éticas definidoras, como qué valor damos a unas vidas frente a otras. Las crueles consecuencias de las necropolíticas y del desguace del estado del bienestar imponen dos preguntas retóricas: 1) ¿qué / quién ha provocado que los sistemas sanitarios no estén preparados para afrontar una pandemia previsible, cuya gestión se está sosteniendo a base de heroicidades personales ?, y 2) ¿por qué otras enfermedades o factores evitables que están provocando más muertes que el coronavirus no están sacudiendo el mundo? La actual crisis sanitaria desembocará en una crisis social de un alcance aún mayor. El estado de excepción cotidiano en el que viven muchos colectivos privados de derechos y de bienestar se está expandiendo a otros sectores, y esto está provocando rupturas en el tejido social comparables a los efectos de un choque térmico. La etapa del reconocimiento formal de los derechos ha quedado obsoleta, y se impone pasar a un nueva etapa en la que la efectividad de los derechos pueda ser reclamada ante los tribunales. Sin unas condiciones mínimas de subsistencia, ningún sistema democrático sobrevivirá, ni será planteable el ejercicio de ningún derecho fundamental. En un contexto de interdependencia, la propia dimensión de los derechos, forjados en clave individual, deberá reconfigurarse en clave colectiva.

La tercera reflexión debe referirse a si el estado-nación continuará siendo el garante de la efectividad de los derechos. La gestión de la crisis sanitaria está reflejando la pérdida de soberanía y las limitaciones de las estructuras clásicas de poder. Los estados, en lugar de cooperar, se aferran a la proyección de una imagen de control y tratan de ejercer poder donde aún les queda, adoptando medidas simbólicas pero inútiles como el cierre de fronteras. También han resucitado actores que creíamos extinguidos, como el ejército, cuya presencia amenazadora no se sabe si está justificada por lo que está pasando o por lo que pueda pasar. Ante la pérdida de autoridad moral de los estados, la militarización de la crisis sanitaria facilita el disciplinamiento social, ya que interpela a la población desde el sentido del deber. La llamada a la lucha contra un enemigo invisible olvida que quien propaga el virus somos nosotros. Nora Miralles ha analizado cómo la lógica bélica nos encamina hacia la asunción del sacrificio personal y de los "daños colaterales". En lugar de fomentar mecanismos de intervención comunitarios, se incentiva el miedo al otro y, peor aún, la delación, capilarizando el control hasta cada rincón de la sociedad. Esta dinámica facilita la impunidad de los abusos de autoridad, pero sobre todo es contraproducente porque neutraliza la empatía y agrieta la noción de comunidad, dos vínculos de los que pueden depender muchas personas a las que el Estado no está dando cobertura. Habrá que estar alerta, porque la estigmatización de ciertos colectivos puede desembocar en rebrotes fascistas.

Siguiendo con la lógica del control, una cuarta reflexión nos lleva a la monitorización social. Los estados asiáticos están vendiendo como un éxito la reducción de la propagación del virus a través del control tecnológico masivo de la población. Como escribe Yuval Noah Harari, ya no se trata de rastrear ubicaciones o clics sino de aplicar el big data a la salud pública para controlar el individuo "de puertas adentro", accediendo a manifestaciones de su cuerpo como la temperatura. Byung-Chul Han ha explicado que los asiáticos han partido de la base de que la privacidad debe adaptarse al contexto y que, entre este valor y la salud, la población siempre priorizará la salud. En Europa el consenso social sobre la privacidad parece haber amortiguado esta tentación. El gobierno español, hasta ahora, había autorizado el estudio de la movilidad ciudadana basándose en los datos de las operadoras de telefonía (orden SND / 297 de 27 de marzo), pero parece decidido a ahondar en el control de la geolocalización de los ciudadanos. Y como el anhelo de seguridad precipita la cesión acrítica de datos, hay que prestar atención a las aplicaciones de monitorización de la salud cuyo uso se está incentivando estos días. Entidades como la Electronic Frontier Foundation están emitiendo varias recomendaciones a gobiernos y ciudadanos, tendentes entre otras cosas a revisar la temporalidad de la cesión de los datos, el uso que se hará de ellos y el beneficio para la salud que dicho uso reportará. La presente crisis marcará un punto de inflexión en el debate sobre privacidad y habeas data. Pasada la emergencia veremos cómo hacemos para rebajar el nivel de control tecnológico que se habrá incorporado sin debate ético ni político. La efectividad de los derechos ya no será posible sin el empoderamiento digital de la sociedad, que deberá ser capaz de subvertir las herramientas de control del estado para pasar a fiscalizarle a él.

La última reflexión debe referirse al acceso a la información. Hoy en día la soberanía se define más por la acumulación de información, la concentración de conocimiento y el manejo de la estadística que por las fronteras. En estos momentos de crisis, el manejo de datos sensibles debe hacerse con gran responsabilidad, pero esto no impide que nos cuestionemos los criterios que guían la dosificación de la información que se está facilitando. ¿La restricción obedece a que obtener más datos es complejo, y que se pretende fomentar la calma? ¿O bien es un intento de controlar la información para construir relatos oficiales, influir en la comprensión y la percepción de la situación y evitar la fiscalización de la gestión de la crisis? Hay que meditar sobre si la mejor manera de obtener la cooperación de la población pasa por la restricción paternalista de la información, o bien por tratar de aumentar la confianza en las autoridades asegurando un flujo constante de información contrastada y suficiente que frene alarmismos injustificados e incentive la corresponsabilización de la ciudadanía. Estos días nos estamos dando cuenta más que nunca de que el derecho a la información es condición sine qua non para la toma de decisiones personales y colectivas. En la época de la posverdad y las fake news este derecho promete convertirse en una prioridad democrática.

En suma, cuando llegue el fin de la emergencia se precipitará un momento decisivo en que el dolor acumulado y las propuestas gestadas durante esta parálisis podrían catalizar un cambio de paradigma. Algunas voces hablan incluso de un nuevo contrato social. Entonces, sin embargo, los ámbitos de poder ya estarán listos para relanzar una versión adaptada del capitalismo y comenzarán a tomar decisiones a un ritmo vertiginoso, lo que hará difícil que reaccionemos. Entre las piedras de toque de los proyectos políticos que se puedan plantear debería haber la obligatoriedad legal y ética de unos umbrales mínimos en derechos sociales y sostenibilidad ambiental. Un proyecto de estas características tendría que lidiar con dos dificultades fundamentales: su implementación a escala global y la necesidad de que el norte global redefiniera la ciudadanía como un conjunto inseparable de derechos y responsabilidades, y renunciase a un estilo de vida estructurado entorno al bienestar material. Como dice Naomi Klein, esta crisis también contiene su ventana de oportunidad para las izquierdas, dado que evidencia la incapacidad del capitalismo de asegurar la supervivencia de la mayoría. Los cambios y las alternativas que en otros momentos serían aplastados por lógicas de poder, o que requerirían largos procesos de debate, ahora pueden ser considerados más legítimos, convencer nuevos sectores sociales y ser adoptados de un día para otro. A la normalidad no deberíamos volver, porque la normalidad era la crisis.

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