¿Quién teme la inestabilidad política?

Lo que hace estable a un sistema político es la fuerza de los proyectos que plantean sus partidos

Ida Dominijanni
4 min

Por una de esas extrañas paradojas que la política no para de plantearnos, mientras España, donde parecía haber todas las condiciones para el nacimiento de un gobierno de izquierdas, camina hacia las cuartas elecciones en cuatro años, en Italia, donde los comicios parecían la única salida a la crisis del gobierno populista-soberanista nacido en 2018 de la alianza entre el Movimiento 5 Estrellas y la Liga, un cambio repentino de mayoría ha dado lugar en una semana a un nuevo gobierno de centro formado por el Movimiento 5 Estrellas, el Partido Democrático y la pequeña formación de la izquierda radical Libres e Iguales.

La criatura recién nacida divide en dos la opinión de la izquierda. ¿Se trata de una operación política de largo alcance, que aísla a la derecha soberanista y vuelve a situar al M5S en el centro izquierda normal? ¿O es una operación transformista destinada a hacerse añicos cuando colisione con sus propias contradicciones? ¿Estabilización o desestabilización del sistema político? Los hechos ya parecen dar la razón a la segunda hipótesis. Pocos días después del nacimiento del gobierno que él mismo tanto quería, el ex secretario del Partido Democrático y ex primer ministro Matteo Renzi dijo adiós a su partido para fundar otro. Para el Partido Democrático es el enésimo terremoto, que expone su crisis de identidad; para el gobierno recién nacido, una mina que pone en peligro su continuidad y su duración.

Estamos acostumbrados a ello: en términos de inestabilidad, Italia disfruta de una experiencia conocida y proverbial. El origen de esta vocación se suele situar en la llamada Primera República (50 gobiernos entre 1946 y 1993) y en el sistema electoral proporcional que la caracterizaba, pero puede que no sea así. Entonces, efectivamente, los gobiernos cambiaban, pero la estructura del sistema político -la centralidad del partido católico, sus alianzas con los partidos menores, la exclusión del Partido Comunista Italiano del gobierno, los porcentajes de consenso cada partido- se mantenía muy estable, si no inmóvil. Sin embargo, precisamente para servir al mito de la estabilidad del gobierno, a principios de los años 90 se pasó del sistema proporcional al mayoritario, con la consiguiente redistribución de los partidos en dos coaliciones de centroderecha y de centroizquierda, que deberían haberse disputado las elecciones para luego gobernar "de forma estable" durante cinco años. El resultado fue decepcionante: la inestabilidad de los gobiernos se redujo (sólo 16 gobiernos desde 1994 hasta hoy), pero migró hacia el interior de las coaliciones, especialmente la del centroizquierda, más controvertida que un centroderecha firmemente mantenido por Silvio Berlusconi, verdadero arquitecto de la bipolaridad italiana.

De hecho, una vez terminados los veinte años de la etapa berlusconiana, la inestabilidad se ha extendido: no sólo porque los dos polos se han desintegrado, sino también porque han entrado en escena nuevos protagonistas, completamente heterogéneos respecto a las identidades políticas tradicionales. Es el caso del Movimiento 5 Estrellas, un movimiento populista postideológico "ni a la derecha ni a la izquierda", sino "adaptable" -como los hechos han demostrado- a las alianzas tanto con la derecha como con la izquierda. Y también es el caso de la Liga, que desde la década de los 90 ha reunido a su electorado sobre una base primero comunitarista y hoy soberanista, ambas ajenas a las culturas políticas del siglo XX. Todo ello mientras la hegemonía neoliberal de Berlusconi se desintegraba y la identidad más antigua de la izquierda se disolvía en los partidos nacidos del final del PCI y el PSI. El resultado de todo ello es una fragmentación del sistema político que hoy hace necesaria y deseable la vuelta al sistema proporcional.

La experiencia italiana nos dice dos cosas. La primera: los intentos de corregir la inestabilidad de los gobiernos con soluciones de ingeniería institucional son en vano. Las leyes electorales pueden ayudar un sistema político a evolucionar en una dirección u otra, pero lo que lo hace estable tiene que ver con la solidez, la identidad, la cultura, el arraigo social y la fuerza proyectual de los partidos que lo habitan. En tiempos de desestructuración de las identidades políticas, la inestabilidad es un efecto inevitable, como demuestra el hecho de que esta ataca a todas las democracias europeas que hoy están afectadas por la crisis de los partidos tradicionales y el crecimiento de las fuerzas populistas.

La segunda: la inestabilidad de los gobiernos tiene algunas consecuencias evidentes, como la dificultad para iniciar y sobre todo para implementar proyectos reformistas a largo plazo; la incoherencia de la legislación, cada vez más confiada al decreto de los gobiernos provisionales, y la discontinuidad del aparato administrativo. Sin embargo, la inestabilidad no es un drama cuando la política vive en la sociedad y se organiza en formas e instituciones independientes del gobierno: partidos y sindicatos, pero también comités, movimientos y entes de carácter autogestionado (piénsese en las instituciones de lo común, que hoy nacen en torno a la gestión de los municipios, o los comités de escuelas, de barrio y de zona que pululaban en los años setenta).

Por el contrario, cuando la política es débil y la sociedad está desorientada, la inestabilidad de los gobiernos se convierte en un problema más grave, porque acentúa las tendencias a la desafección de la política, la indiferencia y la ilegalidad. Y, desresponsabilizado la clase dirigente, acentúa también la tendencia a la política-entretenimiento, en busca de un consenso fácil en contiendas electorales cada vez más frecuentes, al narcisismo de líderes tan improvisados como poco preparados. Pero aquí se cierra el círculo: la inestabilidad no es una causa sino un efecto de procesos más amplios y profundos. No hay ninguna otra manera de curarla que yendo a la raíz de la crisis política.

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