La llave de la reforma constitucional

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Pedro Sánchez i Albert Rivera en el moment de firmar un acord per a un govern reformista i de progrés

El martes, el PSOE i C’s anunciaban un acuerdo para una reforma exprés de la Constitución. Más allá de compartir o no los puntos acordados, una de las principales críticas que siempre ha recibido cualquier propuesta de reforma constitucional es que es prácticamente imposible de alcanzar por la complejidad del procedimiento y por las mayorías requeridas y que, por lo tanto, no es necesario ni intentarlo. Pero la verdad es que la aritmética parlamentaria que ha resultado de las últimas elecciones generales ha abierto una oportunidad muy importante para conseguirlo o, como mínimo, para intentarlo.

Hasta ahora el Partido Popular había bloqueado cualquier propuesta de reforma. Incluso se había negado a debatirla. Pero ahora ya no depende de ellos. La diferencia es que actualmente hay una mayoría parlamentaria que comparte la necesidad de reformar la Constitución (todos menos el PP) y que tiene la llave para que el debate se pueda, como mínimo, iniciar. La llave de la puerta ha cambiado de manos.

Efectivamente, el nuevo Congreso tiene la mayoría suficiente para tomar en consideración una proposición de reforma constitucional y para constituir una ponencia parlamentaria en la que todos los partidos concreten y hagan públicas sus propuestas y prioridades y, por lo tanto, se puedan comenzar los trabajos y las negociaciones. Por fin, ahora se podrá hablar. La diferencia de posiciones es abismal, pero vale la pena intentarlo. Y fruto de la voluntad real y sincera de acuerdo y de la habilidad para forjar consensos y tejer complicidades, la ponencia podría acabar aprobando un texto: un informe que se enviaría a la comisión constitucional, donde se discutiría, se enmendaría y se votaría.

Para dar todos estos pasos se requiere solo mayoría simple. Así, la actual aritmética parlamentaria permitiría avanzar hasta un punto del procedimiento de tramitación que hasta ahora era inimaginable con el PP: llevar un texto articulado, un corpus jurídico en forma de nueva Constitución, a discusión y votación final en el pleno del Congreso de los Diputados.

Es cierto que, justo en aquel momento, la mayoría requerida para poder prosperar sería de las 2/3 o 3/5 partes de la cámara, según el caso. Aquí es donde el PP podría parar la tramitación y frustrar todas las expectativas: optar por dinamitar el proceso y quedar excluido. Pero su 'no' ya no sería sobre una declaración de intenciones, ni sobre una voluntad más o menos determinada de reforma, sino sobre el documento político y jurídico que podría acabar siendo el nuevo pacto de convivencia social y territorial que muchos estamos esperando. Un texto ampliamente consensuado que los ciudadanos podrían ver, leer y tocar. Estoy convencido de que los costes políticos y sociales de un bloqueo de esta envergadura serían muy nocivos para el PP y, al final, aunque fuera a regañadientes, tendrían que participar, porque a esas alturas, su actitud serviría solo para evidenciar su condición minoritaria y de bloqueo, y con eso no se va a ninguna parte.

Ya sabemos que la iniciativa de reforma no saldrá nunca del PP. De hecho, el PP ni siquiera votó la Constitución actual, aunque ahora, paradójicamente, es quien impide modificarla, confundiendo de forma deliberada y malintencionada la seguridad jurídica con el inmovilismo. Defender la Constitución no es petrificarla, es ser capaz de garantizar que pueda adaptarse a los tiempos, a las necesidades y a la realidad de cada período histórico. Es evidente, por lo tanto, que lo deben propiciar otros. En su tratado Sobre la felicidad, Séneca decía que “los hombres se han de valorar por los esfuerzos que hacen para intentar grandes cosas, aunque desfallezcan en el intento”. No añado nada más.

Una Constitución es un pacto de convivencia. Es la delimitación del marco de convivencia y de las reglas de juego con las que se organiza una sociedad y es precisamente por esto que los ciudadanos la deben sentir suya, se han de ver reconocidos.

La Constitución del 78, con sus defectos y virtudes, fue un pacto de convivencia, fruto del consenso político y social, que tenía como principal objetivo conducir el proceso de transición de una dictadura a la democracia. Y como esta función de rótula ya se ha cumplido, es evidente que muchas de las instituciones forjadas durante la Transición necesitan ser actualizadas para poder responder a las expectativas y a las necesidades actuales. La organización territorial del Estado, el reconocimiento de su carácter plurinacional, la ampliación de los derechos fundamentales, el sistema de financiación o la organización del poder judicial son los mejores ejemplos.

El debate es ineludible. Imprescindible. Y se debe dar con la máxima libertad posible, sin apriorismos ni prejuicios, de forma desacomplejada, con determinación y afán de modernidad y de profundizamiento democrático. En palabras de Jorge Wagensberg, “toda gran función necesita un gran estímulo”. Ha llegado la hora de tomárselo en serio.

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