El independentismo mágico vuelve

Creer que a la clase media le puede interesar la inestabilidad muestra una distorsión de la realidad

Ferran Sáez Mateu
3 min

Si en 1999 usted era votante de CiU pero en 2003 se pasó a ERC; si, posteriormente, en 2006, se cansó de ERC y volvió a votar a CiU; si en 2010 no le convencían ni CiU ni ERC y votó Solidaritat; si al cabo de dos años se lo pensó mejor y volvió a apoyar a la Convergència de Mas; si, finalmente, ahora apoya la Crida de Puigdemont, bajo el nombre de Junts per Catalunya o cualquier otra denominación, puede estar seguro de pertenecer al selecto club de los poco más de 100.000 catalanes que han determinado la política de este país nuestro con unos saltos y zigzags indiscutiblemente vistosos, pero no por fuerza coherentes. Esto de los 100.000 lo digo sobre todo por los 102.921 partidarios de Joan Laporta en 2010. Vamos, con la mano en el corazón: ¿ha hecho el recorrido entre Laporta y Puigdemont, pasando por los estadios que hemos descrito antes? Pues enhorabuena: puede considerarse socio-fundador del independentismo mágico catalán.

El independentismo mágico consiste en repetir que la independencia es preferible a la autonomía, pero sin perder el tiempo en algo tan vulgar como detallar la forma de materializar el proyecto. Basta con fabular una hoja de ruta y, sin mirar la carretera real por donde transitamos -¡qué otra vulgaridad!-, estipular un plazo de unos meses para alcanzar el objetivo final. Bueno, si puede ser un par de semanas, mejor. Y si pudiera ser en tres o cuatro días, mano de santo. Desde esta perspectiva, la negociación es capitulación ("¿qué quieres negociar?"), los matices son cosa de traidores y los planes a largo plazo una vil forma de escapismo. La incoherencia y la volubilidad, en cambio, son debilidades humanas que hay que contemplar con indulgencia. He aquí el retrato de un estado de ánimo errático e inconstante, dramáticamente estéril, donde dos y dos suelen sumar tres, y donde la distancia más corta entre dos puntos la dibuja siempre una tortuosa curva que se sabe donde empieza pero nunca donde termina.

Resulta, sin embargo, que la idea según la cual la independencia es preferible a la autonomía es compartida exactamente por la mitad de los catalanes, entre los que me incluyo sin lugar a disimulo ni subterfugio. Y no sólo eso: tanto si están a favor como si están en contra de la independencia, hay una inmensa mayoría de catalanes que quieren dirimir este asunto de una manera funcional, es decir, por la nítida vía de un referéndum reconocido por la comunidad internacional. La mayoría de estos independentistas creen en la democracia representativa, no en la magia, y aspiran a una república. Aspiran a ella justamente porque no existe, ni probablemente existirá el próximo año, ni tampoco el otro. No son más pragmáticos que el resto de los mortales, ni tienen un sentido especial de la paciencia, ni atesoran ningún interés especial para prolongar el autonomismo. Simplemente, consideran que los problemas políticos se resuelven haciendo política, no juegos de manos.

La disolución encubierta de la última marca de Convergència por parte de otra marca de Convergència abre un panorama previsible. Es un gran momento para ERC, que podría llegar a consolidarse como la fuerza verdaderamente hegemónica del soberanismo a corto plazo. Cuando dos y dos son tres, como es el caso, existe todo el derecho del mundo a apropiarse de los restos del naufragio. Es legítimo y, además, positivo: para poder tomar decisiones racionales, no hay nada como clarificar las cosas. Cuando hablamos de sumas erróneas, pero, todo se complica. El independentismo mágico aportará a la Crida de Puigdemont -sea bajo las engañosas siglas de Junts per Catalunya o a través de otras- los 100.000 votantes de Laporta de 2010 pero, por la misma razón, ahuyentará al triple, o más, hacia ERC y también, incluso, hacia el PSC. Repito que no se trata de votantes "autonomistas" sino de personas que creen que a la independencia no se llega por la vía del testimonialismo.

La liquidación del antiguo espacio convergente, aunque mayoritario, tiene unas consecuencias más profundas de lo que algunos quieren presuponer. El solo hecho de llegar a creer que a las clases medias les puede interesar una situación de inestabilidad, incertidumbre creciente y absoluta parálisis institucional muestra una distorsión de la realidad muy preocupante. Porque resulta que, al final, la pregunta en forma de disyuntiva es esta: ¿todo esto es positivo para los intereses del país o bien los perjudica gravemente?, ¿todo ello lleva hacia la independencia o bien hacia otro ciclo monótonamente processista? Estas cuestiones tienen un sesgo político, por lo que los amantes del ilusionismo no se sienten interpelados: qué rollo, la política, ¿verdad?

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