Elecciones... ¿para qué?

Los candidatos tendrían que hacer el esfuerzo adicional de aclarar cuál es la situación y cómo se quiere enderezar

Ferran Sáez Mateu
3 min
Fotografia d'arxiu de les eleccions del 21D

Sí, ya sé que son para constituir el Parlament, etc. Hasta aquí llego. El título del artículo no hace referencia al objetivo meramente instrumental de la cosa, sino a su finalidad real, que no tendría que ser otra que salir del atolladero en el que estamos instalados desde el día 27 de octubre del año 2017. Ha llovido bastante, desde entonces; incluso ha nevado. Parece, sin embargo, que lo único que nos interese sean las cuestiones subsidiarias y accesorias del tema. De hecho, albergo una más que razonable sospecha relacionada con toda esta agua de borrajas argumental sobre si, como en Portugal votan en plena pandemia, nosotros no-sé-qué, y venga, y dale. Me parece que solo es una actualización del repertorio clásico de excusas para desterrar la cuestión de fondo. Es lo que se ha ido haciendo desde hace demasiado tiempo: evitar a toda costa determinadas consideraciones incómodas. Incluso con la inminencia del 14 de febrero, El Tema se ha disimulado, o incluso ignorado, tanto por parte de los partidos políticos que tenían que participar en las elecciones como de muchos analistas.

La pregunta, en todo caso, es muy sencilla: ¿se convocan elecciones para ir repitiendo las viejas martingalas del paleoprocesismo, del postprocesismo, del neoprocesismo, del antiprocesismo procesista (especialidad de la CUP), etc., o bien para tratar de dejar atrás este callejón sin salida? Sospecho que si lo que prevalece es la primera alternativa, la abstención será masiva, con pandemia o sin ella, el 14 de febrero o el 7 de julio, festividad de San Fermín. Todo esto ya cansa. Por eso me quito el sombrero ante, por ejemplo, Joan Tardà. En primer lugar, reconoce el inmenso error de haber asumido dieciocho meses, ¡dieciocho!, para lograr la independencia. En segundo lugar, propone una cosa con la cual se puede estar de acuerdo o no, pero que al menos no es una vaguedad ni una tomadura de pelo. Cuidado: también me quitaré el sombrero con la misma vehemencia ante cualquier otra persona que tenga la honestidad de proponer cosas claras y que se puedan hacer realidad por medio de la política, no de la magia (blanca o negra). Después podremos discrepar o no, pero sabiendo exactamente de qué discrepamos o a qué nos adherimos, cosa que ahora es imposible. Subrayo de nuevo el adverbio, porque es importante: exactamente.

Pues sí: si mañana mismo cualquier otra formación política propone actuar en una dirección que no se base en nuevos cuentos chinos ni nuevas promesas falsas, sombrero. Y no solo me quitaría el sombrero ante las formaciones independentistas, no. Si Salvador Illa, o Carlos Carrizosa, o Alejandro Fernández admiten que la paliza masiva a ciudadanos indefensos del 1 de octubre de 2017 fue un acto policialmente injustificable y políticamente indigno y, además, me explican qué quieren hacer para enderezar la situación, reconoceré su honestidad y consideraré que son, cuando menos, verdaderos candidatos. Y esto va para todo el mundo, obviamente.

¿Cuál es el sentido real de estas elecciones? Por un lado, el mismo que el de cualquier otros comicios: representar proporcionalmente la heterogénea voluntad ciudadana en el Parlament. Por otro lado, sin embargo, tendrían que servir para aclarar el panorama más allá del juego de escaños y otras consideraciones de vuelo gallináceo. Reducir la cuestión a una trifulca circunstancial entre ERC y Junts, a una división solo táctica entre los partidos unionistas, etc., es disponer de una visión muy primaria y pobre de la realidad política catalana, que por suerte o por desgracia es bastante más compleja. Si a esto añadimos conceptos evanescentes como por ejemplo el cada vez más enigmático concepto de unilateralismo o, por ejemplo, la igualmente misteriosa noción de constitucionalismo, la parálisis vuelve a estar servida. ¿Qué quieren decir? ¿Y cómo lo quieren hacer? Insisto por segunda vez en el adverbio exactamente. No me refiero a la CUP, o al PP, o a Junts, o a ERC o al Pacma. Me refiero a unos candidatos que, en este caso, tendrían que hacer el esfuerzo adicional de aclarar –si puede ser sin muchas metáforas– cuál es la situación y cómo se quiere enderezar, más allá de las inercias autoreferenciales de los partidos.

Quizás me equivoco, pero creo que hay mucha gente cansada de comprar frases hechas azucaradas, imágenes idílicas y otros productos gaseosos. Reconozco, en cambio, que este teatrillo también gusta a muchos, porque a base de escribir chorradas en el móvil les proporciona la ilusión de sentirse protagonistas de la historia, pero sin pillarse los dedos. ¿Vale, pues, la pena hacer unas elecciones en las que nadie propone ningún cambio significativo, ningún giro decidido, ningún proyecto factible? Sí, la pregunta es retórica.

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