Esther Vera

La revolución tranquila

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El president de la Generalitat, Carles Puigdemont, durant la sessió de control / PERE VIRGILI

En su libro Autobiografía no autorizada, Jacques Séguéla, el gran publicista de la política francesa, explica que el que fue probablemente el mejor eslógan de la comunicación política en su país estuvo a punto de no nacer. El equipo que preparaba las elecciones presidenciales de François Mitterrand en el año 1981 estaba a punto de descartarlo como idea fuerza cuando la Esfinge entró en la sala y, con esa autoridad que desprendía, reclamó su voto de calidad. Era su campaña y él elegía el eslógan. Mitterrand ganó las elecciones al Elíseo encarnando “la fuerza tranquila” y no sin complicaciones se alejó de los comunistas y de la nacionalización de la banca para convertirse en uno de los referentes de la socialdemocracia en Europa durante décadas.

Los eslóganes políticos cuajan y suelen llevar a los líderes a la victoria electoral cuando son creíbles y saben expresar un momento y un estado de ánimo colectivo. “La fuerza tranquila” de la Francia de los ochenta expresaba un deseo que no tiene nada que ver con el muy práctico “A chicken in every pot. A car in every garage” [Un pollo en cada olla y un coche en cada garaje] de Herbert Hoover en los Estados Unidos del 1928. Hoover conectaba con unas necesidades básicas de bienestar y crecimiento económico. Pretendía encarnar la prosperidad. Mitterrand, en cambio, prometía a Francia una transformación, una ilusión menos tangible al ritmo y con la intensidad que reclamaba su electorado.

Pensaba en la idea de la fuerza tranquila mientras acompañaba al presidente Carles Puigdemont, con quien el ARA pasó una jornada completa de trabajo. Puigdemont no es Mitterrand. Aparentemente, sus personalidades e itinerarios vitales no tienen nada que ver. Pero Puigdemont expresa con tranquilidad un cambio revolucionario en Cataluña.

Después de años de tensión y de una campaña electoral feroz, el propio presidente de la Generalitat admite que “las condiciones meteorológicas han cambiado y ha bajado la presión atmosférica”. Lo que no precisa es cuánto durará el anticiclón en Cataluña y se reanudarán los truenos y los relámpagos en Madrid.

El discurso de Puigdemont bebe de los mejores valores de la política local: proximidad, diálogo, pacto, resultados visibles para el ciudadano que pide explicaciones.

Puigdemont lee a Maquiavelo, pero lo admite con pesar, y advierte al interlocutor: “No estoy dispuesto a practicar el cinismo”, “No comparto la veneración de estos códigos de El Príncipe o de El arte de la guerra (de Sun Tzu)”, “Me niego a aceptar que la sofisticación deba ser cínica”. El presidente de la Generalitat prefiere expresar una aproximación idealista a los objetivos políticos con una visión casi romántica. Es una combinación de idealismo y pragmatismo. Un idealista que siempre ha creído en la independencia. Pero un joven idealista que abandonó el Fossar de les Moreres para integrarse en las juventudes de CDC cuando era el partido del peix al cove (la política pujolista de acuerdos puntuales para ampliar competencias). Un pragmático que asegura que aceptó no ver nunca la independencia a cambio de que sea posible. Es decir, el tiempo condicionado a la mayoría, que se construye con generaciones y pruebas de la imposibilidad de relación constructiva y respetuosa con el poder del Estado.

Pero ¿cuál es la mayoría suficiente para culminar el proceso? “La que pase del 50%”, dice el nuevo presidente de la Generalitat. Sabe que la situación actual no es suficiente para proclamar la independencia y la buscará con buen gobierno y un proceso participativo que tiene que dibujar un país ejemplar que resuelva lo que no gusta de la política española. Parece una labor ingente, que tendrá que poner del revés a un país sin ley electoral propia, que también tiene corrupción, que tiene que construir las estructuras necesarias para funcionar con los mejores estándares europeos.

Las mayorías dependerán del cambio propuesto, pero también de las complicidades que se tejan. El mundo Colau es clave para ello. La demanda de referéndum cuenta con un apoyo extraordinario en Cataluña. Lo que necesitará Puigdemont para dar un paso más es que la misma mayoría social le siga en las elecciones constituyentes. Por convicción o por aburrimiento de la inacción o más bien la abierta hostilidad del Estado en temas relativos a la economía y la política.

Puigdemont comunica bien. Es un periodista que hace buenos titulares, como “Somos una nación y no una resignación”, “La generación de la independencia está lista”, “Señores de Madrid, ¡vamos tirando!” Intenta ser pedagógico y cercano.

El cambio que propone es más que un cambio, una revolución. El cambio puede ser tranquilo y la revolución depende de la amplitud de la mayoría que le dé apoyo.

Ya puestos a hacer comparaciones con la política internacional, que apasiona al periodista Puigdemont, el presidente se parece más al hombre que Francia tiene ahora en el Elíseo que a Mitterrand. François Hollande llegó al poder convirtiendo en una virtud ser un tipo normal y también apelando al cambio y a su oportunidad. Su eslógan en 2012 era “Le changement c'est maintenant” [El cambio es ahora]. Carles Puigdemont tiene claro que es el momento y que el cambio es más que eso, una revolución. Tiene 17 meses para convencer y construir la mayoría suficiente. Determinación no le falta, y obstáculos tampoco.

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