Esther Vera

De beatos y comecuras

4 min
De beats i menjacapellans

Hay silencios que envenenan y destruyen y palabras que violentan. Silencios que sutilmente tejen comportamientos colectivos que se van construyendo poco a poco, no sólo de la hipocresía justa y necesaria de las imprescindibles normas de urbanidad, sino de apariencias a guardar, prejuicios y abusos a mantener. En definitiva, silencios impuestos para el cumplimiento del código que lleva a la confortable aceptación del individuo por parte del grupo. Silencios que rodean a aquellos a los que se les reconoce el poder de definir qué se convierte en norma. El poder de aquellos que definen qué está bien y qué está mal.

Guardianes de la ortodoxia (y de la heterodoxia) hay de todo tipo. También los hay periodistas, sí. Pero sorprende que en un país aconfesional, que no laico, el papel de la Iglesia católica sea aún tan poderoso en la vida política y social en cuanto al mantenimiento de su visión del mundo. La separación entre la Iglesia y el Estado -y la máxima ilustrada de vicios privados, virtudes públicas-es increíblemente frágil a pesar de la evolución social.

La influencia de cualquier religión, con su capacidad de imponer la corrección, la convierte en un actor con responsabilidad sobre la vida y la muerte de muchos creyentes. La posición doctrinal de la Iglesia católica convierte la negativa al uso de preservativos en una condena para muchos en África, y aquí mismo el silencio o la minimización de los abusos a menores en una irresponsabilidad vergonzosa.

El viernes escuchaba a Agustín Cortés, obispo de Sant Feliu de Llobregat, entrevistado por Lídia Heredia. “No habíamos tenido ocasión de tener que pronunciarnos sobre los abusos”, “No hemos abordado el caso con los Maristas”, “Cumplieron el protocolo establecido”, “La actuación se hizo de acuerdo con lo que estaba mandado”. Una posición estrictamente legalista sobre el caso de abusos denunciado por el padre de un ex alumno que ha actuado de catalizador para otros chicos. Una posición oficial sin ninguna muestra de empatía, ni petición de perdón, ni protección del débil. Una intervención burocrática que está situada a años luz de la sociedad donde vive el obispo, que citó “la infidelidad” entre las perversiones de los tiempos. Unas palabras pronunciadas con una seguridad sobre la certeza propia que resultaban sorprendentemente cándidas.

La influencia de la Iglesia y de la jerarquía eclesiástica en la mentalidad de muchos católicos es uno de los factores que explican la dificultad de denunciar los abusos sexuales que se han producido en su seno por todo el mundo. Protagonizado por un laico o un religioso, el abuso a un niño es un abuso de poder. Pero en la Iglesia, es el abuso de quien se presenta como el enviado de Dios. ¿Quién se enfrenta a un profesor? ¿Y a Dios? No un niño. Queda bien claro en la película Spotlight.

A pesar de los intentos meritorios del papa Francisco, que ha osado hablar de la posibilidad del uso de preservativos para combatir el Zika, la distancia entre la realidad social y la cúpula eclesiástica se hace especialmente evidente en la relación del catolicismo con la sexualidad y las mujeres. Un tema no resuelto y que se pierde en el magma de los silencios oficiales. La sexualidad se esconde y las mujeres también.

Hemos tenido otro ejemplo de ello esta semana. La ortodoxia religiosa mantiene conexiones influyentes con el poder en España que recuerdan años negros. El propio ministro del Interior ha hablado abiertamente de aplicar el Código Penal a un poema mediocre por “repugnante”, “obsceno”, “lamentable”, “execrable” e “incalificable”. Una intensidad emocional inaudita del ministro contra un poema que el Saló de Cent había pasado sin gran interés. Fernández Díaz convierte así, con la diatriba, un espectáculo del Ayuntamiento de Barcelona, que no había sabido encontrar el tono entre la representación institucional y la radicalidad, en un acto subversivo que de repente toma todo su sentido artístico y su razón de ser.

El espectáculo de la entrega de los premios Ciutat de Barcelona por parte de la alcaldesa Ada Colau pretendió la provocación, y lo que parecía una expresión poco ingeniosa pour épater le bourgeois con un estilo tradicional comecuras logró sacudir conciencias. La provocación que podía haber significado el primer poema recitado, que era una denuncia de la injusticia social, de la muerte, con las “pilas de cadáveres”, del desamparo de los refugiados, pasó desapercibida.

Si la familia Fernández Díaz no se hubiera sentido airadamente provocada, se podría haber abierto un debate menos polarizado sobre la calidad y la oportunidad del espectáculo organizado. Una reflexión sobre el amplio protagonismo protocolario de la alcaldesa, sobre la importancia de los símbolos por encima de las políticas, sobre la dificultad del aprendizaje de la gestión de la complejidad de la realidad.

Pero la ayuda inestimable de los ofendidos profesionales lleva el debate a la defensa de la libertad de expresión. Arrinconados entre la reacción o la transgresión, no hay duda del valor inestimable de quien sacude las conciencias. Por más antiguo que parezca y por más que recuerde el bucle del enfrentamiento histórico entre la Iglesia y la izquierda en España y en Cataluña, este es uno de nuestros clásicos. La polarización a favor de los beatos o de los comecuras.

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