Esther Vera

Política en mayúsculas

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Política en majúscules

BarcelonaEl civismo es el activo más poderoso del proceso. La presencia anual de miles de personas manifestándose pacíficamente es un ejemplo para cualquier movimiento político democrático y otorga una gran legitimidad internacional a sus líderes. El civismo con el que se expresa tan ordenadamente el proyecto soberanista se ha ganado el respeto exterior y merece a cambio la máxima lealtad de los políticos con los ciudadanos. Lealtad significa lucidez, sinceridad y conciencia de los sacrificios que les pidan. Lideran una situación extraordinariamente complicada, pero tendrán que estar a la altura de los tiempos que les han tocado, y las decisiones tendrán que ser valientes, y también prudentes si quieren que sean ampliamente mayoritarias.

En las próximas semanas es previsible que la mayoría independentista del Parlamento catalán recupere la operatividad y apoye al presidente Puigdemont. Superada la cuestión de confianza, se entrará en la negociación de los presupuestos y en el diseño de la estrategia política que se debería marcar en el debate de política general y se tomarán decisiones concretas sobre los mecanismos que deban culminar el proceso. Serán unos meses de tensión política en los que se pondrán a prueba las mayorías parlamentarias, la capacidad de pacto y la solidez de la ejecución del proceso.

Es evidente que el instrumento para sancionar un movimiento político irreversible tendrán que ser las urnas, pero hay varias fórmulas para llegar a ello. De la experiencia del 9-N se deberá aprender y sacar conclusiones realistas y sólidas. El 9-N no fue un referéndum, pero "el proceso participativo" convocó a 2,3 millones de personas, a pesar de que muchos lo consideraban un brindis al sol. Aunque se hizo al margen del acuerdo del Estado, la legitimidad se la dio la participación ciudadana masiva y, una vez más, la calle respondió ejemplarmente a la política o, sencillamente, le dio un nuevo impulso.

La consulta se hizo con la contribución, por defecto, del Estado, paralizado por su incredulidad e incapaz de ejecutar las medidas de represalia con las que amenazaba su sector más duro. Se recurrió la ley de consultas populares catalana y el decreto de convocatoria. Se reunieron el Consejo de Estado y los magistrados del Tribunal Constitucional, se dijo "los catalanes no votarán", pero la decisión se ejecutó y se pusieron unas urnas. De cartón.

Se tensó y dribló la ley dejando el dispositivo electoral en manos de miles de voluntarios y unos cuantos políticos. Para algunos, se hizo con una renuncia explícita del cumplimiento de los acuerdos que preveían celebrar un referéndum y, así, se quemaba la posibilidad de convocar uno con consecuencias y reconocimiento; para otros, se actuaba de la única manera posible sin perjudicar, por ejemplo, a los trabajadores públicos. Muchos funcionarios estaban en rebelión. Especialmente en el departamento de Gobernación, donde no se movían los expedientes porque temían ser inhabilitados y perder el trabajo.

La víspera del 9-N una nota de la fiscalía provocó una repentina reducción del número de voluntarios, que poco después se fue recuperando con el compromiso de que los Mossos no identificarían a nadie en los centros de votación. El 9-N fue un robusto castillo de naipes que la participación masiva hizo resistir.

Ahora los responsables políticos deberán concretar los procedimientos de la nueva fase y el Gobierno catalán estudia todas las opciones, que van desde la viabilidad de un referéndum con garantías para todas las opciones y reconocimiento internacional, hasta la convocatoria de unas elecciones plebiscitarias. También tiene que decidir el momento oportuno de la aprobación de la nueva legalidad impulsada por el Parlamento catalán. Aprendiendo de la experiencia del 9-N, habrá que analizar con lucidez temas como los riesgos sobre los servidores públicos de la Generalitat y del Estado en Cataluña, las amenazas sobre el control de los Mossos, o la capacidad financiera inicial de la Generalitat. En definitiva, habrá que resolver una larga lista de incógnitas, de retos, que se pueden plantear los ciudadanos y algunos de los cuales hemos intentado analizar en el dossier que publicamos este domingo en el ARA. Expertos académicos y del Gobierno trabajan para resolver las preguntas que en los próximos meses marcarán el recorrido concreto del camino político a seguir. Al final del proceso lo que habrá serán las urnas y lo más importante es qué mayoría convocarán y con qué legalidad.

Y mientras tanto, en la política española, la semana ha sido horribilis para Mariano Rajoy. La corrupción rampante ha coincidido con la oportuna retirada de la denuncia de Luis Bárcenas que podía hacer sentar al PP en el banquillo de los acusados y llevar a juicio por primera vez a una formación política. Si Bárcenas demostraba su fortaleza en el partido, la ex alcaldesa de Valencia Rita Barberá lo abandonaba manteniendo, sin embargo, su escaño en el Senado. Mientras tanto, el espíritu gregario de Jaume Matas, ex presidente balear, flaquea y podría explicar algunos detalles de la financiación del PP. Rajoy no puede ser presidente del gobierno. Resulta insultante pretender que los ciudadanos crean que está al margen de un sistema de financiación corrompido, y la gestión del caso Barberá evidencia que no controla esta bomba de relojería. A pesar de la férrea disciplina, en el PP empiezan a sentirse algunas voces incómodas. El liderazgo de Rajoy está agotado después de dos investiduras fallidas y su incapacidad de formar gobierno, de afrontar políticamente la cuestión catalana y de erradicar la corrupción. Puede resistir, pero no tendrá ni fuerza parlamentaria suficiente para gobernar, ni legitimidad interna. La fragilidad de Rajoy es hoy mucho mayor que hace una semana y la izquierda aún lo mira estupefacta, incapaz de afrontar, con coraje, la gran cuestión: el proceso catalán.

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