Historias de La Habana

Durante décadas los disidentes han sido animados a irse del país, Gustavo Arcos no lo hizo. Murió hace algunos años en La Habana

Esther Vera
4 min
Il·lustració

Gusanos, cucarachas ... disidentes. Me recibió en el que algún día debió ser una espléndida torre colonial de planta baja y piso, con escaleras de mármol y balcones. Vivía con su mujer ocupando dos habitaciones de una casa compartida con 7 núcleos familiares más.

Me citó muy temprano una mañana soleada de enero y me advirtió que a la salida fuese directamente al aeropuerto.

Hablamos de vaguedades en la casa hasta que me hizo salir a una pequeña terraza donde había una cortina que nos protegía de las miradas de la calle.

Allí comenzó la conversación y me señaló dónde estaba el micrófono del interior.

Me explicó que la vida en Cuba era resistir. Cómo los disidentes del régimen eran controlados, acosados, encarcelados y torturados. Cómo se quedaban sin trabajo -el estado era prácticamente el único empresario-, cómo se amenazaba a las familias y se dejaba a sus hijos sin escuela. Como se presionaba los vecinos para "declararnos indeseables y obligarnos a una permuta forzosa", y agradecía la "fuerza moral demostrada" por los que compartían casa con él.

El último acto de "repudio" lo había hecho uno de los llamados Destacamentos Populares de Respuesta Rápida, el eufemismo para los sicarios del régimen.

Hacía poco, una multitud progubernamental había ido a abuchearle y romper algunos cristales que nunca podrían ser reparados. "Controlando el miedo, salimos a ver quiénes eran los que nos atacaban y, en medio de los jóvenes que nos increpaban, estaba Roberto Robaina", que años después sería ministro de Asuntos Exteriores.

Gustavo Arcos era uno de los muchos disidentes que venían de la lucha contra Batista. Junto a Fidel Castro, Arcos luchó y fue herido en el cuartel de Moncada y, después de la victoria revolucionaria, marchó como diplomático a Bruselas. Entre 1959 y 1964 conoció la Europa democrática y la URSS y sus satélites. Fue entonces cuando comenzaron los problemas con el régimen: "Ver de cerca el sistema comunista soviético me permitió intuir en qué se estaba convirtiendo mi país". Y añadía que, "vistos los resultados, si el demonio hubiera llegado a Cuba no lo habría hecho mejor". Arcos pensaba que su país estaba "al límite de sus fuerzas", corría el año 1995.

Cuando llevábamos una hora de conversación llegó alguien y Arcos me pidió que los dejara solos. Los veía desde la puerta de madera y vidrio que cerraba la terraza. Le dio un objeto. Parecía una cajita de cerillas. Se le desencajó la cara. Poco después el hombre se fue y volví a salir a la terraza protegida de la calle por la cortina blanca de plástico. Arcos me enseñó un mensaje de su hermano Sebastián, que cumplía condena de 4 años y 8 meses en la prisión de Ariza, en la provincia de Cienfuegos, por un delito de conciencia. Le anunciaba que estaba enfermo, que no recibía medicación y que no obtendría los beneficios penitenciarios a los que tenía derecho. Las condiciones de encarcelamiento eran deplorables y tenía asignado un "reeducador". Ponía nombres y apellidos a disidentes torturados.

El mensaje había llegado en un papel escrito con letra minúscula, enrollado como si fuera una cerilla, disimulado entre los demás. El volvió a enrollar y se metió la cajita en el bolsillo conmocionado.

Durante décadas los disidentes han sido animados a irse del país, Arcos no lo hizo. Murió hace algunos años en La Habana.

Paradiso

Cerca de la oficina de intereses estadounidenses en La Habana siempre había habido un gran letrero propagandístico: "Señores imperialistas, no nos dan ningún miedo", se podía leer en un gran cartel caricaturizando al enemigo. Pocas calles más adentro del barrio, donde las casas son viejas y la electricidad y la alimentación escasas, alguien había completado un mural propagandístico "Socialismo o muerte" con una pintada: "Valga la redundancia".

Años después en el mismo barrio conocí a Berta. Tenía 8 años. Paseamos horas y horas. Cuando pregunté a qué hora comía, respondió espontánea "¿Comer? ¡Si no hay comida!" Y muerta de risa añadió "Pero la salud y la escuela son gratis ".

La prisión de agua

Virgilio Piñera murió en 1979 en La Habana. Era el eterno disidente. Librepensador, homosexual, poeta. En la novela Presiones y diamantes escribió sobre la falsedad de un famoso diamante que acababa lanzado al alcantarillado. Piñera cayó en desgracia. El diamante falso llevaba el nombre de Delfi, anagrama de Fidel. Era corrosivo e irreverente, fue enterrado en la clandestinidad como en una de sus sórdidas e irónicas historias. El cadáver no llevaba zapatos. No tenía.

Piñera escribía a otro intelectual maldito, José Lezama Lima: "vivimos entre tecnologías dictatoriales, entre planes y simulaciones, ya no sufrimos por nada, sólo se nos permite tomar pastillas y callar". La densidad de su silencio era un grito por la libertad.

Mover el dinousaurio

Elizardo Sánchez hizo la revolución como tantos otros. Después se dedicó a "acarrear el cadáver de la revolución sobre los hombros del pueblo", como me explicó hace unos años. Amenazado y encarcelado para presidir la Comisión Cubana de Derechos Humanos, envió a su mujer y su hija al exilio. Cuba es la gente de fuera y la de dentro. Los que han resistido a la isla y los muchos que se han ido. Como unas siamesas que mueren si son separadas.

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