Una Constitución huérfana de madre

Hace 40 años el feminismo no sólo no estaba de moda, sino que ni siquiera estaba bien visto

Esther Giménez-salinas
4 min

La escritora mexicana Rosario Castellano citaba con ironía: "Mujer que sabe latín, no tiene marido ni buen fin", refrán que había aprendido de su abuela. Cuando hace unos días me preguntaron sobre qué cambio representó para la mujer la Constitución de 1978, pensé en muchas cosas, pero sobre todo en la educación, y me acordé de este dicho.

Siempre he mantenido que la gran diferencia entre hombres y mujeres hasta hace pocas décadas es que mientras los hombres siempre han formado parte de la esfera pública, las mujeres pertenecíamos al ámbito privado. Daba lo mismo si teníamos estudios o no, si éramos artistas o escritoras, filósofas o historiadoras. Esta era la realidad ligada a la condición femenina, incluso durante la Revolución Francesa, en que la conquista de los derechos de los ciudadanos se referían "a los del hombre" y no a los del conjunto de la ciudadanía.

Hasta el siglo XX, las mujeres cultas se consideraban antinaturales y poco femeninas, y se pensaba que su dedicación a otras esferas de la vida les impedía atender a sus familias como correspondía. En el ámbito científico se sostenía que el cerebro femenino era diferente del de los hombres; en este sentido, no tienen pérdida las afirmaciones que hizo el 1879 el físico y sociólogo Gustave Le Bon, que sostenía que el cerebro de las mujeres se parecía más al de los gorilas que al de los hombres, y por tanto era inferior en inteligencia.

En España conviene recordar, especialmente para quien no vivió el franquismo, que el mero hecho de ser mujeres nos privaba de un montón de derechos: teníamos prohibido abrir una cuenta corriente, trabajar sin permiso del marido o emanciparnos sin autorización paterna, pero tampoco podíamos acceder a ciertas profesiones como la de juez, notaria o registradora de la propiedad. Ni siquiera podíamos dirigir una oficina bancaria.

En aquella España retrógrada estaba penalmente castigado el consumo, la venta o la publicidad de cualquier método anticonceptivo, y el hombre podía eludir el castigo por agresión sexual, incluida la violación, si obtenía el perdón de la víctima o si la llevaba al altar... por no hablar del adulterio, penado para la mujer y eximido en el caso del hombre si éste se comprometía al amancebamiento (un concubinato encubierto, vaya).

Esta es la situación que heredamos cuando murió Franco, por lo que hace 40 años el feminismo no sólo no estaba de moda, sino que ni siquiera estaba bien visto. Es cierto que el Mayo del 68 marcó a toda una generación de estudiantes, pero en la España de entonces, a la que cualquier avance llegaba con retraso, la "revolución sexual" coincidió con la Transición. Este cambio profundo no sólo suponía la reivindicación de la igualdad de género, una sexualidad libre o el control de la natalidad, sino que también supuso una contestación social y política.

En 1978 la Constitución fue concebida sobre la norma básica del consenso, por lo que se trató de aglutinar la diversidad; pero siempre se habla de los "padres de la Constitución" con absoluta normalidad. Es más, nunca he oído a nadie decir que la Constitución nació "huérfana de madre", aunque ciertamente ninguna mujer participó en su redacción. Claro que esto fue así no porque no hubiera mujeres competentes para hacerlo, sino porque entonces no se contaba con ellas. Apenas recordamos tampoco los nombres de algunas de las mujeres que estuvieron en las Cortes Constituyentes. Su papel, como ya he dicho, seguía prevaleciendo en la esfera privada, no en la pública.

La igualdad ante la ley sin discriminación, o la de los cónyuges, la protección de los poderes públicos a las madres sin que importara el estado civil o la igualdad de los hijos independientemente de su filiación supusieron sin duda grandes avances, pero la efectividad real de estos derechos tardó mucho más en llegar, así como las leyes que los desarrollaban. La cultura y la misma sociedad se resistían. Por poner sólo un ejemplo, a lo largo de mi vida he ocupado algún cargo público, así que en más de una ocasión he dado comienzo a mis intervenciones diciendo que era "una mujer pública", con la intención de subrayar hasta qué punto el mismo lenguaje era discriminatorio. Mientras que se considera un 'hombre público' a aquel que tiene influencia y presencia en la vida social, a una 'mujer pública' se la equiparaba a una prostituta. A día de hoy, instituciones como la Real Academia o el Institut d'Estudis Catalans todavía mantienen esta acepción en sus diccionarios.

Pero de lo que apenas se habla es del precio que muchas mujeres tuvieron (tuvimos) que pagar por la emancipación tanto en el terreno personal como en el profesional. Y lo peor de todo es que ni siquiera éramos plenamente conscientes de lo que estaba pasando, aceptábamos ciertas cosas como naturales. Nos llegamos a creer lo de que teníamos que ser supermujeres, y no sabíamos la trampa que escondía este modelo. Es decir, queríamos llegar a todo pero vivíamos con un sentimiento de culpa permanente, especialmente con los hijos y las hijas.

De entre los cambios asociados al retorno a la democracia para las mujeres me gustaría destacar el de la educación superior, que fue clave. En 1914 las mujeres representaban el 1% de la población universitaria; en 1928, el 5%; durante los años de la Segunda República se pasó a un espectacular 20%; pero durante el franquismo y hasta 1960 se retrocedió hasta un lamentable 3%. Las dos décadas posteriores supusieron el giro más importante en este ámbito, ya que en 1980 la presencia de las mujeres en la universidad alcanzó el 40% y desde entonces el porcentaje no ha parado de crecer, hasta el 56% actual.

Ahora, la asignatura pendiente es que este resultado también se traslade a la esfera familiar, social y laboral, que no es poco. En todo caso, actualmente hay un cambio de paradigma esencial, y es que las mujeres hemos perdido el miedo. Hoy somos mucho más sensibles a las desigualdades, más proclives a denunciarlas y, sobre todo, hemos aprendido a organizarnos. En este sentido, el movimiento #MeToo, nacido en las redes sociales hace tan sólo un año, y los que le han sucedido simbolizan una "salida del armario" de las mujeres dispuestas a hacerse escuchar y a dejar de sufrir injusticias por el mero hecho de ser mujeres.

Esther Giménez-Salinas, cátedra de Justicia Social y Restaurativa Pere Tarrés.

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