Unos presupuestos para quien más los necesita

El sistema de protección social no funciona como una red de seguridad

Elena Costas
3 min
Una dona i el seu fill al seu domicili de Ciutat Meridiana.

Ahora que es temporada de presupuestos, tanto en Cataluña como en Madrid, es más relevante que nunca preguntarnos hasta qué punto el gasto social que se apruebe contribuirá a mejorar la vida de las personas. Es probable que la respuesta no nos guste mucho, especialmente si somos los que necesitamos más apoyo del Estado.

¿Qué entendemos por gasto social? Se trata de todo el dinero público que se destina a protección social -pensiones, prestaciones y transferencias sociales-, educación y sanidad. Si bien las jubilaciones y el paro dependen principalmente del gobierno central, las comunidades autónomas y los ayuntamientos tienen mucho que decir con respecto a los demás servicios sociales. Y es por eso que es importante que tanto los presupuestos catalanes como los españoles aseguren la capacidad de redistribución de su gasto social.

En un estudio publicado por el Fondo Monetario Internacional (FMI), Svetlana Vtyurina se pregunta hasta qué punto el gasto social en España -del gobierno central, los autonómicos y los locales- es efectivo para reducir la desigualdad. La idea es sencilla. Nuestros ingresos dependen en primer lugar de lo que nos paguen por nuestro trabajo, así como de otras fuentes económicas: herencias, rendimientos del ahorro o incluso la lotería. Después, el Estado, a través del sistema de impuestos y transferencias sociales, redistribuye esta riqueza intentando aumentar la igualdad entre los ciudadanos.

Nuestros niveles de desigualdad son los más altos de la Unión Europea, y empeoraron a raíz de la crisis. A pesar de la ligera recuperación económica, todavía tenemos un largo camino por recorrer para llegar a la media europea. Y, hoy por hoy, parece que el Estado, más que ayudar, nos aleje de este objetivo. La redistribución de ingresos de nuestro sistema fiscal, teniendo en cuenta el gasto social, está muy por debajo de la media europea: quién se beneficia principalmente de la acción de nuestras administraciones públicas son las clases medias, así como los pensionistas. La redistribución fiscal se centra en las personas mayores y deja a los jóvenes y las familias vulnerables en situación de especial desventaja.

Si consideramos las tasas de paro juvenil en nuestro país (el doble de la media europea), así como la cada vez más preocupante tasa de pobreza infantil, en la que lideramos los rankings de los países industrializados, queda claro que contar con un sistema público de gasto social ineficiente es un lujo que no nos podemos permitir. El mismo estudio del FMI destaca el peso que tiene nuestro mercado laboral, que expulsa a muchos trabajadores. Y esto afecta especialmente a los jóvenes, que en muchos casos son familias con hijos o están empezando sus proyectos familiares. El problema de fondo es que el sistema de protección social no funciona como una red de seguridad. La redistribución pública es en muchos casos para aquellos que ya han cotizado, vía pensión o prestaciones de desempleo, y son muy pocas las ayudas que se destinan a las familias más vulnerables.

Tenemos un modelo de protección social orientado a proteger a los más mayores, a costa en muchos casos de las generaciones más jóvenes. Más allá de su ineficiencia, y de las consecuencias que nos encontraremos en un futuro cada vez más cercano, este sistema representa también el fin de un pacto intergeneracional. Pedimos a los jóvenes que hagan su aportación en un mercado cada vez más incierto, en el que la posibilidad de tener un trabajo o una casa o construir una familia es casi una utopía. Y en el que ellos se ven dejados de lado por parte de un Estado que parece obviar el importante reto demográfico.

No se trata -sólo- de gastar más en gasto social, sino de hacerlo mejor. Y esto es especialmente importante teniendo en cuenta la angustiosa presión de la deuda pública. Hay que coordinar las diferentes prestaciones y orientarlas a quien más la necesita asegurando que aquellos que tienen menos no se queden fuera de los sistemas de ayudas. Hay que garantizar también el papel relevante que tienen tanto la educación como la sanidad públicas para fomentar la igualdad de oportunidades. Y no hay que olvidar que, para lograr un crecimiento inclusivo, hay que reformar un mercado laboral dual en el que se configuran las desigualdades que luego el Estado no parece capaz de corregir. Es decir, cada partida de los presupuestos que se discutirán en el Parlamento y el Congreso debería tener presente sus efectos desiguales sobre la ciudadanía.

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