Chotis fiscal

Los argumentos de poder son los de siempre: cambiaremos; y después no cambia nada

David Fernàndez
5 min
El conseller Bernat Solé el passat 14 de desembre, dia que va declarar al judici al Tribunal Superior de Justícia de Catalunya

«Último día de despotismo y primero de lo mismo»

En Quito, el día después de la independencia

Eduardo Galeano

El ejercicio de comparar el enero de 2021 con el de 2020 es de alto riesgo. Cómo ha cambiado todo y, a la vez, cómo no ha cambiado nada. O cómo hemos vuelto enseguida al mismo mal lugar. Enero mezclado con contienda electoral, lo hace saltar todo por los aires. En toda guerra, se ha dicho siempre, la primera víctima es la verdad. En cada cita electoral, en cada conflicto, también. He visto cosas que nunca diríais. Y han tenido que ser unas palabras del vicepresidente Pablo Iglesias las que han hecho –qué recovecos– que Ciudadanos y el PP reivindicaran a viva voz el exilio republicano. Vivir para ver y mucho me temo que veremos cosas peores: en el otro flanco, solo habría que recordar que el PSOE tardó 75 años en resarcir la memoria de los republicanos muertos en Mauthausen –es decir, en 2019.

En todo caso, le pese a quien le pese, Carles Puigdemont es republicano y es exiliado. Y sí, se exilió por motivos políticos. Dirán que es un fugado –como si los exiliados de 1939 no lo fueran, también, escabulléndose de la justicia criminal franquista-. Basta con mirar el diccionario, el mismo de los señores de la RAE, por ejemplo: "exiliado | expatriado, generalmente por motivos políticos". Y no, no vengo a comparar, sino todo lo contrario. A diferenciar. Es incomparable el exilio en dictadura con el exilio en democracia. Y a la vez vengo a diferenciar todavía más: en un determinado sentido ético y democrático, es mucho más degradador –por insólito– tener que exiliarse en democracia por poner urnas que en dictadura tras un golpe de estado armado. Porque en la primera se presupone (se presuponía) que nadie nunca se tendría que exiliar; en la segunda, todo lo contrario. Sí encuentro, sin embargo, una funesta similitud: en los dos casos, dictacracia o democradura, lo enmascaran rutinariamente despachando el mismo argumento fútil. Curiosamente: "Aquí no hay presos políticos" y "No son motivos políticos, solo judiciales". Efecto espejo, el alud de críticas torpes e intencionadas a las palabras sensatas, arriesgadas y valientes de Pablo Iglesias –sensatas porque lo son, arriesgadas porque sabe en qué ecosistema político las pronuncia y valientes porque no renuncia a decirlas– ha airado a propios y extraños. En todos los casos, la culpa de la cara, el rictus del aspaviento, nunca la tiene el espejo.

Ha arrancado 2021, mientras formalmente se ha marchado Trump y se quedan 74 millones de votantes que también son Estados Unidos; solo cierta mitología fantasiosa puede negarlo. Mientras tanto, un fiscal desbocado, inasequible al desaliento, filtraba que el posicionamiento de las juntas de tratamiento de las prisiones catalanas era un "choteo" y que endurecerán todavía más sus recursos. Para chotis macabro, el del clan de los fiscales del Tribunal Supremo, rebentándolo todo. Hooligans de la lawfare. Tan celéricos con los presos, tan tediosamente lentos con Juan Carlos I de Borbón, rey y ladrón, como marca la tradición, y a dispensa de las arcas públicas. Al fin y al cabo, en un país sometido a laboratorio represivo, donde la virgen es negra y el gorila es blanco, ¿podría ser que el mismo tribunal que ordena mantener las elecciones sea el mismo que inhabilita a quien las tiene que organizar? Sí, sí se puede. En todo caso, si quieren gobernar este país que tanto ama las urnas, lo único exigible es que dejen las togas y se presenten a las elecciones. Y si quieren ser médicos, que falta nos hacen, que estudien medicina. Más todavía cuando todo lo retuercen: en el juicio del conseller Bernat Solé la tesis de la Fiscalía sí fue de chotis, de cachondeo y de burla al teatro de la ley: vino a decir que la prueba de culpabilidad es que no encontraba ninguna prueba incriminatoria. Y así todo. Estado nacional-judicial. A por ellos. Oé, oé.

Y mientras tanto, enero sigue trepando. Lo permitido a Galicia y el País Vasco se le niega a Catalunya –a pesar de la crítica precisa del profesor Pérez Royo a los tres casos-. Pero la neutralidad se desvanece y se disuelve como un terrón de azúcar: ahora los jueces, vanguardia de la respuesta de la razón de estado a la cuestión catalana, se autoatribuyen incluso la función de definir el interés público. E incluso los editoriales habituales que legítimamente cuestionan, en aparente neutralidad, el atraso electoral, no tienen nada de neutral. Ellos ven pulsión partidaria en el atraso: tanta como la suya para acelerarlas. Ven una rendija para alterar las cosas, doctrina del choque, y toman partido. Partido por la ofensiva de la Operación Estabilidad ordenada por el Régimen que, en medio de unas encuestas ciclotímicas, lanza la Operación Desalojo, que fantasea con el desahucio de la mayoría independentista en el Parlament, tras tres años de excepcionalidad continuada. Una operación relámpago, que pretenden rápida e indolora a pesar de que nunca lo sería, porque para ellos solo queda por vencer la Galia catalana. Sometida pero no vencida, descreída pero no desesperanzada, acostumbrada al fuego de estado pero atónita y agotada con el fuego propio de la discordia.

Sociedad entre crisis, no habíamos salido del paisaje devastado que dejó el estallido de la orgía financiera del 2008 que entramos en la crisis pandémica del 2020. Los argumentos de poder son los de siempre: cambiaremos. Después no cambia nada. 1978, 2008, 2020. El eterno regreso: el orden del "volved a casa". Enero repetido y reiterado. Si en 1978 fueron los mitificados Pactos de la Moncloa –digámoslo todo, aquellos de los cuales nunca se cumplió la contraparte social firmada; digámoslo todo, aquellos de los cuales el ministro Fernández Ordóñez dijo: "No son una fórmula milagrosa de curación sin dolor"–, ahora son los fondos europeos. En 2008 dijeron "Reformularemos el capitalismo" y solo lo aceleraron. El minuto de claridad global que supuso el marzo de 2020 parecía que podría abrir las puertas a una parada obligatoria para repensarlo, urgentemente, casi todo. La troica de siempre dijo que el apoyo a la crisis provocada por el covid-19 no tendría contrapartidas. Hoy ya sabemos la letra pequeña al detalle: reforma de las pensiones. En los tres ámbitos, el represivo, el socioeconómico y el político, prevalece más que nunca ese aforismo que lo remachaba de Jesús Ibáñez: cuando algo es necesario e imposible a la vez es cuando hay que cambiar las reglas del juego. Parafraseándolo, la disputa que afrontamos hoy es que algunos, contra el deseo democrático y la necesidad social de transformación, también quieren cambiarlas. En vuelta de tuerca: a peor y en sentido contrario. En febrero o en mayo, esto es lo que nos jugamos. Casi todo.

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