Alfredo Pastor

¿Sin proyecto?

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¿Sin proyecto?

Hace años que nos venimos quejando de que el gobierno central no nos ofrece un proyecto que pueda servir de contraste a la propuesta del independentismo. Está visto que no lo va a hacer; pero más allá de nuestro vergonzoso marasmo actual, es el futuro de Europa el problema que es más urgente abordar. Este debería ser nuestro proyecto.

En diciembre de 1933 el joven inglés Patrick Leigh Fermor desembarcó en la costa holandesa para emprender un paseo que le llevó a la orilla del mar Negro, cuatro años más tarde. Pasaron otros cuarenta antes de que la narración de su viaje viera la luz (El tiempo de los regalos). El libro es la autopsia de la vieja Europa: de Rotterdam a Budapest, el caminante recorre las reliquias del imperio austro-húngaro, últimos restos de la cristiandad medieval, donde hay que buscar la verdadera identidad, el denominador común de lo que se llama Europa. Una Europa de una riqueza artística, de una variedad de costumbres y de un frescor espiritual hoy casi inimaginables, pero agonizante: el caminante sabe que está viendo las ruinas de la Europa que se suicidó en 1914, el mundo de ayer de Zweig.

En 1945 Europa pareció cobrar nueva vida, pero esta vez fue de la mano de los vencedores, Estados Unidos y la Unión Soviética; ésta ocupó media Europa por la fuerza mientras aquéllos seducían a la otra mitad con su aspecto próspero, desenfadado y pulcro. Por nuestra parte fue el miedo a que se repitiese el pasado reciente el motivo central del proyecto europeo: ¡nunca más! Pero la criatura que resultó es hoy poco más que una fachada, juego de grandes intereses económicos que alimentan a su vez pruritos nacionales. El proyecto europeo parece haber embarrancado.

En mala hora, porque Europa está hoy en un momento crítico. Por una parte, sus intereses no coinciden con los de su principal sponsor, EE.UU., por lo menos en dos puntos muy importantes, Rusia y China. Nos lo dicen tanto la historia como la geografía: el continente europeo no es más que un apéndice del asiático, y Rusia siempre ha sido parte de Europa, por lo menos si hacemos abstracción del desgraciado episodio de la Unión Soviética. Europa no ha de defender su supremacía mundial frente al gigante emergente. Eso no quiere decir que nuestras relaciones hayan de ser siempre de amistad, menos aún de subordinación, pero deben ser distintas, y Europa no puede contar más que con ella misma para la defensa de sus intereses, que hasta ahora habíamos dejado en manos de Estados Unidos. Por otra parte, sin embargo, ninguno de los Estados europeos puede defender esos intereses por sí solo, porque ninguno puede hacerse la ilusión de contar en el escenario mundial. La lógica de anteponer la comodidad de cada nación a cualquier otra consideración se declara en quiebra ante la obligación de atender a refugiados e inmigrantes de acuerdo con unos derechos que pretendíamos fueran de aplicación universal. El marco nacional es demasiado estrecho para responder a esos desafíos tan reales como apremiantes. Falta de liderazgo, se dice, pero ¿no será al revés? A lo mejor resulta los potenciales Adenauer, de Gasperi o Churchill que hoy están hoy entre nosotros se dedican a otra cosa, en vista de la estrechez de miras de sus electores y la miseria del quehacer político.

Ante ese panorama empequeñecen nuestras quejas individuales, y por cuanto el nacionalismo no es sino la expresión colectiva del individualismo, también las reivindicaciones nacionales ocupan el lugar subordinado que les corresponde, no porque los europeos deban sacrificarse en el altar de un ente superior, Europa, sino porque necesitamos de una comunidad, la europea, para sobrevivir, y esa Europa está en trance de desaparecer del todo. Es cierto que es ahora cuando más fuertes son los impulsos centrífugos, pero la paradoja es sólo aparente: esos impulsos indican que muchos están tan hartos de algunos aspectos de la UE que llegan al extremo de pensar que vivirían mejor sin ella. Una elección tentadora, porque ofrece una perspectiva más luminosa que el aburrido discurso de la reforma: de ahí el éxito de la Brexit entre el populacho. Sin embargo, la reforma es más prometedora, porque permite abordar los grandes problemas, no sólo los pequeños. Construir una Europa mejor debiera ser nuestro proyecto, más que imaginar lo que sería la vida fuera de ella; debiéramos escuchar la llamada a la unidad que nos lanzan las circunstancias.

Algunas de estas consideraciones tienen su correspondencia en el microcosmos español: construir una España mejor debiera ser nuestro proyecto común y nuestra contribución a la construcción de una Europa mejor. Los no independentistas compartimos a ratos el hartazgo de la incompetencia y los malos modos de nuestro gobierno central, pero no concluímos que la mejor solución, menos aún la única, sea la independencia. Admitamos, por último, que quizá la voz de una Cataluña independiente no se oiga mejor que la de una Cataluña dentro de España.

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