Serenidad y política

La imagen de una Catalunya con violencia y paralizada no beneficia a los defensores del “procés”

Aitor Esteban
4 min
El miler de persones que estava davant de la porta d'Omnium baixen cap el TSJC .

Ya lo dije: entre los jueces hay ganas de dar ejemplo y escarmiento. También manifesté que no observábamos delito en la actuación de los líderes independentistas enjuiciados, y que solo cabía su absolución. Pero nunca albergué grandes esperanzas en el Supremo. Y así ha sido. El Tribunal ha tomado, a nuestro juicio, una decisión gravísima que redunda en la irresponsable judicialización de un problema político y que, lejos de poner punto final al conflicto, lo hace repuntar y sacude la convivencia democrática. Nuestra solidaridad y cercanía con las personas afectadas, con las organizaciones políticas y sociales que representan, y con la ciudadanía catalana en su conjunto.

En Catalunya, como en Euskadi, hay un problema político y la solución no vendrá nunca de la mano dura, de la imposición de la ley o de sentencias judiciales, sino de la política y del diálogo. Hasta el propio Tribunal Supremo apela a la política cuando señala que “no nos incumbe ofrecer soluciones políticas a un problema de raíces históricas". En Catalunya hay más de 2 millones de personas que sienten que su nación es Catalunya, y esto no va a desaparecer a golpe de sentencia o de aplicación del artículo 155. En torno a un 70% de su población quiere ser consultada y ejercer su derecho a decidir. Por mucho que se quiera mirar hacia otro lado, la realidad es terca, y hay que dar un cauce político a las aspiraciones de millones de personas.

Creo que no está de más esbozar algunos apuntes jurídicos tras una primera lectura de la sentencia. Dedica más de la mitad de su texto a intentar probar ante terceros que las garantías procesales de defensa de los acusados han sido respetadas. Es por lo tanto una sentencia que está poniéndose la venda antes de la herida frente a las miradas de la comunidad internacional. Entra, además, sorpresivamente en consideraciones constitucionales (sobre el derecho de autodeterminación, por ejemplo) que no son propias de un proceso estrictamente penal como este. Acaba centrando todo el problema, y la condena, en dos días concretos: el 1 de octubre y el del cerco a la Consejería de Economía. Descartado el ridículo evidente que supondría aplicar el tipo de rebelión (y que sirvió para justificar la desproporcionada prisión preventiva), condena sin embargo por sedición, que, subrayémoslo, es un delito contra el orden público, no contra el orden constitucional. No pueden probar una conexión directa de la actuación de los acusados con el delito en sí, es decir, no pueden probar que organizaran el referéndum pero les atribuye un control efectivo de las actuaciones de la ciudadanía en ambas fechas, lo cual no deja de ser una suposición impropia de la rigurosidad de un proceso penal, aún más para considerar el delito en grado de consumación. Por último, a fin de conseguir una pena ejemplarizante (que equivale en años a la de casos de homicidio), interpreta de una manera tan expansiva el concepto de sedición que puede provocar desequilibrios a futuro en la interpretación de la tipología de delitos del Código Penal.

En efecto, considerar que se comete sedición cuando unos ciudadanos simplemente se sientan en los accesos a un colegio de manera pacífica sin intentar ningún tipo de agresión contra las fuerzas de seguridad, o lo mismo en el caso de quienes rodearon la Consejería sin que hubiera heridos ni destrozos materiales, convierte en irrelevantes y prescindibles al resto de tipos contra el orden público. Podría argumentarse a partir de ahora que la protesta de un colectivo, pongamos los taxistas, colapsando una ciudad sin autorización y negándose a obedecer las órdenes de la policía o de cualquier otra autoridad, constituye un alzamiento tumultuario para impedir por la fuerza la aplicación de leyes o el ejercicio de sus funciones a una autoridad. Esto es, son sediciosos.

De acuerdo con la legislación vigente, los condenados tienen ante sí distintos escenarios, entre ellos la progresión de grado penitenciario. No son privilegios penitenciarios, como señala Inés Arrimadas, sino el cumplimiento estricto de la ley. Algunos apelan al cumplimiento de la legalidad solo cuando les interesa.

No es momento para retorcer el Código Penal y endurecerlo, como pide Pablo Casado para satisfacer las ansias de venganza que, al parecer, algunos no han visto colmadas. Tampoco es momento para discursos vacíos, proclamas emocionales, humo. Es momento para la serenidad, para vehiculizar el enfado de gran parte de la sociedad catalana con inteligencia de forma firme, pero tranquila y pacífica, desde la defensa de la institucionalidad.

La imagen de una Catalunya con violencia y continuamente paralizada en su actividad no beneficia precisamente a los defensores del “procés”. Y tras este periodo altamente emocional, la solución tendrá que venir de la política.

Los que se dicen partidos de Estado deben aceptar que en Catalunya, y también en Euskadi, existe una crisis constitucional en torno a la identidad nacional, y que eso se aborda políticamente. Por cierto, basta ya de banalizar el lenguaje y de utilizar términos como ‘golpe de Estado’.

Y, por otro lado, los partidos independentistas catalanes deben asumir públicamente que la unilateralidad no ha funcionado. Hay que hablar claro a la gente, explicar la situación tal y como es. Envolverse simplemente en la bandera de pies a cabeza sin que nos deje ver el horizonte no va a conducir al resultado esperado. El diálogo, la negociación y el acuerdo, por muy lentos, difíciles y prolijos que parezcan, son el camino. Ese es al menos el camino de EAJ-PNV.

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