Cultura 23/04/2014

Comentario de Sara

Bernardo Atxaga
1 min

Íbamos en nuestro Ford Sedan por una carretera del desierto de Nevada. Las rocas sobresalían del suelo como islotes en un mar rojizo, y tenían formas caprichosas. En el cielo no había una nube.

Pedimos a Izaskun y a Sara que mirasen por la ventanilla del coche y contemplaran el paisaje, tan diferente al nuestro y al de cualquiera de los países de Europa. Hicieron lo que les indicábamos, pero a la manera infantil, solo por cumplir. Les hablamos entonces de los familiares que nunca habían hecho un viaje como el nuestro.

–Se asombrarían al ver este desierto. Mirad qué inmenso es. No tiene final.

–Me gustaría que Ignacio estuviera aquí. Me gustaría mucho –dijo de pronto Sara, que entonces acababa de cumplir nueve años. Se refería a una persona que había muerto poco antes de salir nosotros para América, muy querida para ella.

Todos nos apresuramos a estar de acuerdo, y más que nadie su hermana mayor, Izaskun. Asumió su responsabilidad, y respondió:

–Acuérdate de que Ignacio se fue al cielo, y que no sentirá ninguna necesidad de ver este desierto.

Apoyé aquel punto de vista. Hablé de la larga vida de Ignacio y de los buenos momentos que habíamos pasado juntos.

–Izaskun tiene razón. Ignacio se sentirá muy feliz en el cielo.

–No estoy muy segura de eso –dijo Sara–. No debe ser agradable estar a tanta altura.

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