E. Giménez-Salinas

¿Qué le pedimos a Otegi?

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Què li demanem a Otegi?

Esta semana Arnaldo Otegi fue recibido en el Parlamento de Catalunya y ha sido entrevistado por varios medios catalanes en medio de una gran polémica y expectación. Tengo que reconocer que su voz, su fortaleza y su dominio de las palabras me impactan, aunque no siempre genere empatía, o que incluso a veces pueda asustar.

Siempre he defendido la libertad de expresión y, en coherencia, también la de todos aquellos con los que puedo discrepar. Y lo digo consciente que determinadas palabras o intervenciones pueden herir. ETA, la violencia y sobre todo el dolor de las muertes no son algo que se pueda olvidar fácilmente, forman parte de un pasado todavía muy reciente y doliente; “la memoria no tiene olvido”, decía Benedetti. Y es que el olvido no es una teoría filosófica, no existe la amnesia, olvidar nos puede llevar a lo absurdo, a la negación del dolor e incluso a la inutilidad del perdón. Así, aunque todos reconocemos que afortunadamente ETA ya no mata, no ha habido un proceso formal de su final y tampoco sé si nunca lo habrá. En relación al atentado de Hipercor, Arnaldo Otegi dijo: “Es algo que no debió producirse nunca, pero se produjo”, casi como si fuera fruto de una extraña causalidad. De modo que si nadie es culpable de lo sucedido o parece que todos somos igualmente responsables, probablemente sea mucho más difícil cerrar determinadas heridas.

Pero nadie, y tampoco Otegi lo hace, puede negar las consecuencias de muchos años de violencia, muchas muertes, muchas víctimas directas e indirectas. Es un pasado demasiado reciente que vuelve una y otra vez.

La justicia tradicional fue descrita por el líder abertzale en términos de auténtica venganza de un estado opresor y añadió que él ya había pagado con creces con los años pasados en la cárcel tan solo por sus ideas. La guinda, no obstante, la puso al decir que fue un gobierno socialista quien lo había encarcelado poniendo en claro y directo entredicho la independencia del Poder Judicial.

Tras escucharlo ayer mismo en una entrevista me preocupé: la lucha contra ETA no fue siempre acertada, sin duda, y hubo y hay aún mucha manipulación política, especialmente con la cuestión de las víctimas, que fue instrumentalizada por los partidos y muy especialmente por el PP. Pero siendo esto verdad, no puede compararse con el terror y la magnitud de las muertes de las personas asesinadas.

Hace ya algunos años, cuando la nueva de la Ley Orgánica de responsabilidad penal de los menores del año 2000 había entrado en vigor, fui a impartir una conferencia a Donostia para analizar una reforma que entre otros afectaba a los menores cuando cometían un delito terrorista. Lo que se cuestionaba era si en ese caso debía primar la condición de menor o la de terrorista. El debate alcanzó su momento más difícil cuando dos madres discutieron por su dolor: una tenía a su hijo enterrado y la otra cumpliendo una condena de treinta años en la prisión del puerto de Santa María en Cádiz. El dolor no se puede medir, es verdad, pero mientras una tenía a su hijo muerto sin haber hecho nada, para la segunda aún existía la esperanza.

Lo cierto es que la situación ahora es distinta, los riesgos de nuevos atentados parece que son inexistentes y, por tanto, apelar a la legalidad vigente es un poco absurdo. Deberíamos concentrar todas nuestras fuerzas en esta nueva etapa y proteger su permanencia en el tiempo. Pero tenemos todavía un número importante de presos cumpliendo condenas por delitos de terrorismo, aunque lógicamente la situación de ahora es muy distinta a la que existía cuando se produjeron los hechos. También son muchas las víctimas que desean que se cumpla la justicia (es lo único que les queda), pero que no necesariamente tiene que ser una justicia basada en la venganza.

Y aquí es donde aparece la llamada Justicia Restaurativa, también brevemente nombrada por Otegi, y creo que sin mucha convicción. En este sentido, cabe destacar que el primer punto de la Justicia Restaurativa es que el delincuente sea capaz de reconocer los hechos y el dolor producido, sin que por ello la víctima tenga la obligación de perdonarle. Se utiliza también el arrepentimiento, pero este es muy distinto del perdón. Tampoco las consecuencias son las mismas si hablamos en términos morales o jurídicos del arrepentimiento o la reparación del daño. ¿Qué vamos a exigir? ¿Qué grado de sinceridad existe? ¿Cómo lo vamos a gestionar?

Desde luego no existe una única solución, y habrá que trabajar también con otras, pero quizás pueda adquirir una importancia fundamental el reconocimiento individual del daño producido e intentar repararlo, tesis que parecen haber asumido los que se han acogido a la denominada “Vía Nanclares”, al entender, como hizo recientemente Urrusolo, que las víctimas de ETA, además de perder a una persona querida, sufrieron también un vacío social. Pero no son muchos desde luego los que hasta ahora se han acogido.

Queda por último la relación de Otegi con Catalunya y la que él mismo ha establecido respecto al final de ETA y el auge del movimiento independentista en Catalunya. No soy capaz de ver los vasos comunicantes, pero me gustaría seguir pesando que aquí siempre vamos a hacer las cosas diferentes y que la violencia nunca tendrá espacio.

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