E. Giménez-Salinas

Nuestro mundo de ayer

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Nuestro mundo de ayer

A veces la escritura fluye; otras como en esta ocasión, tengo miedo de no saber plasmar exactamente las ideas que se me acumulan.

Escribí un difícil artículo denominado El derecho penal del enemigo a raíz de los atentados de noviembre en París. Hoy no solo suscribo lo allí expuesto, sino que cada vez aumenta más la sensación que estamos entrando en algo que se asemeja demasiado a una guerra desconocida.

Siempre me gustó cuando Stefan Zweig explicaba en su libro El mundo de ayer. Memorias de un europeo el significado de esa terrible pérdida que fue para ellos la ausencia de seguridad. Y así, sobre antes de la Primera Guerra Mundial decía: “Todo estaba en su sitio, cada familia tenía un presupuesto y sabía cuánto tenía que gastar en vivienda y comida, en las vacaciones de verano y en la ostentación, sin olvidar una pequeña reserva para imprevistos. Quien tenía una casa la consideraba un hogar seguro para sus hijos y nietos. En aquel vasto imperio todo ocupaba su lugar firme e inmutable. Nadie creía en las guerras, revoluciones ni las subversiones. Todo lo radical y violento parecía imposible en aquella era de la razón...”

Yo, que vengo de una generación parecida, entiendo muy bien lo que quería decir. Mi generación es la primera que no ha vivido una guerra, ni siquiera una posguerra. La vivienda, aun con matices, era un lugar seguro. No hacía falta ser propietario para tener una casa, los contratos de alquiler eran indefinidos y así, con diferencias y matices, las personas la sentían como propia. Ciertamente para una mujer tener estudios universitarios aún era una cierta carrera de obstáculos pero una vez tenías el título el fantasma del paro era cuasi inexistente. El mundo laboral estaba basado en la confianza y en la permanencia y se premiaba la antigüedad. Hasta el matrimonio era también para toda la vida... Crecimos en un mundo sin libertades, pero aparentemente seguro.

Este mundo nuestro que en Europa nació después de la Segunda Guerra Mundial (para nosotros por razones obvias algo más tarde) tomó como señal de identidad el denominado estado de bienestar social y la defensa de los derechos económicos, sociales y culturales que marcaron un claro sello de identidad europeo. No en vano Karl Popper (1956) reconocía que en ningún otro momento y en ninguna parte los hombres habían sido más respetados que en nuestra sociedad. De la misma manera que nunca antes los derechos y la dignidad humana, habían sido tan asumidos especialmente si se trataba de proteger a los menos afortunados.

Pero terrorismo e inmigración han llegado de la mano en apenas seis meses, son dos caras de una misma moneda. El verano pasado, y es de prever que este verano volveremos a verlo, asistíamos día sí, día también a terribles escenas de refugiados huyendo de las guerras que nosotros mismos habíamos alimentado. Vivir o morir era su única decisión, no tenían otra opción, y aun así desgraciadamente algunos la encontraron por el camino.

Como también encontraron recientemente la muerte otras víctimas en París y ahora en Bruselas, con tan solo tres meses de diferencia, sin otra explicación que la de crear pánico, alarmar, exhibir una fuerza de dos mundos que se presentan como enfrentados. “No es guerra de territorio”, se dice, es tan solo un conflicto ideológico. Y, ¿qué fue la guerra de los nazis si no también ideológica? ¿Qué se hizo de las teorías de la limpieza étnica? ¿No eran los judíos tan alemanes como los nazis desde el punto de vista de la nacionalidad, no vivían en las mismas poblaciones y los niños asistían a las mismas escuelas?

Estos días algunos hemos defendido que estábamos orgullosos de lo que en Europa habíamos construido, especialmente en lo que se refiere a derechos y libertades, y que la amenaza terrorista no nos podía llevar a una importante restricción de las garantías en aras a defender la seguridad. También hemos asistido atónitos a las propuestas de devoluciones masivas y a los últimos acuerdos de la UE en materia de emigración. Por eso, más allá del “buenismo”, tendremos que aceptar que estamos entrando en otro mundo donde ese difícil equilibrio será cada vez más cuestionado.

De entrada, Europa no podrá seguir manteniendo el principio de subsidiariedad en materia de seguridad. Habrá que afrontar la necesidad de renunciar a la llamada seguridad nacional, en favor de una seguridad europea compartida (en materia de información, procedimientos, imputaciones y detenciones policiales, procesales y judiciales). También habrá que armonizar tanto la política exterior en Siria, Afganistán o Irak u otros países, como poner las bases de una política de inmigración común europea. ¿En cuánto tiempo? Con los partidos de extrema derecha pisándonos los talones…

En fin, no querría ser pesimista, y aun así siento que las sociedades acorraladas cometen muchos errores, por lo que me encantaría acabar con una mención a la esperanza, especialmente recordando a Goethe cuando decía: “Si la mañana no nos desvela para nuevas alegrías y, si por la noche no nos queda ninguna esperanza, ¿es que vale la pena vestirse y desnudarse?".

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